Sábado, 02 Noviembre 2019 10:56

María, Madre de la Iglesia en San Pablo VI (1ª parte: orientación fundamental de su pontificado)

Escrito por Mons. José Rico Pavés
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El presente artículo es una adaptación de la ponencia "MARÍA 'MADRE DE LA IGLESIA' EN LOS DOCUMENTOS DE SAN PABLO VI" impartida por D. José rico Pavés, obispo auxiliar de Getafe y presidente del FMD, en las XII Jornadas Toledanas de Pensamiento Católico, dedicadas a la “Mariología y piedad marianas en san Pablo VI y san Juan Pablo II”. Además de esta ponencia, el Dr. Juan Miguel Ferrer Grenesche presentó el tema “El culto y la piedad marianas en san Pablo VI”. Mientras el presente estudio se centra en la proclamación del título “Madre de la Iglesia” en la primera parte del pontificado de Pablo VI, desde la clausura del Concilio hasta el Credo del Pueblo de Dios, la ponencia del prof. J.M. Ferrer se ocupa de la segunda parte, centrándose sobre todo en la importantísima Exhortación Apostólica Marialis cultus (2.2.1974), que aquí se omite. Ambas conferencias, así como las restantes ponencias de la jornada, pueden escucharse AQUÍ

3156B05433255625786724562562F4Desde el punto de vista doctrinal, la principal aportación del magisterio del papa san Pablo VI sobre la Virgen María está, sin duda, en haber concedido, con la solemnidad de una declaración pontificia, el título de “Madre de la Iglesia” a María Santísima. Sin embargo, sus aportaciones magisteriales a la mariología no se redujeron a este título que debe entenderse como una verdadera definición de fe, sino que se descubren de forma muy notable también en el culto y la piedad marianas. En realidad, doctrina y culto van siempre de la mano, aunque conceptualmente sea necesario distinguir una y otro. En el caso de san Pablo VI, históricamente el magisterio doctrinal sobre la Virgen María ha precedido a su magisterio litúrgico. Lo cual se justifica, como en seguida se expondrá, por el momento concreto en que Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini fue elegido papa y asumió el nombre de Pablo VI.

El objetivo de esta exposición será repasar el magisterio doctrinal de Pablo VI situándolo en la orientación fundamental que quiso dar a todo su ministerio como Sucesor de Pedro. En ese repaso se prestará especial atención a la declaración dogmática de María como “Madre de la Iglesia” para repasar después los primeros documentos pontificios que dan razón de esta declaración de fe. No obstante, el magisterio mariológico de este Papa santo quedará incompleto hasta que se presente su contribución al culto y piedad marianas.

La orientación fundamental del pontificado de Pablo VI

¿Cuál fue la orientación fundamental que Pablo VI quiso dar a su pontificado? Contamos con dos intervenciones especialmente luminosas a este respecto: el primer mensaje que dirigió al mundo entero el sábado 22 de junio de 1963, un día después de su elección, y la homilía que pronunció el 29 de junio de 1978 al cumplirse el décimo quinto aniversario de su coronación como Sumo Pontífice, homilía que llegaría a ser la última pronunciada en público un mes y una semana antes de su fallecimiento, el 6 de agosto de 1978.

1. El inicio del pontificado

En el primer mensaje dirigido al mundo comenzaba Pablo VI recordando que iniciaba su ministerio en el «día consagrado al muy dulce Corazón de Jesús» y evocaba, a continuación, con profundo agradecimiento la figura de sus predecesores, desde Pío XI hasta san Juan XXIII, deteniéndose especialmente en este último, de quien destacaba el haber sabido llegar, a pesar del breve tiempo de su pontificado, al corazón de los hombres «incluso a los más alejados, por su incesante solicitud, su bondad sincera y concreta hacia los humildes, por el carácter eminentemente pastoral de su acción». Consciente de la gravedad de la tarea asumida, anunciaba en seguida la principal orientación que deseaba imprimir al ministerio petrino:

La parte más importante de nuestro pontificado será ocupada por la continuación del segundo Concilio Ecuménico Vaticano. Esta será la obra principal a la que queremos consagrar todas las energías que el Señor nos ha dado para que la Iglesia católica, que brilla en el mundo como el estandarte levantado sobre todas las naciones lejanas, pueda atraer hacia ella a todos los hombres por la majestad de su organismo, por la juventud de su espíritu, por la renovación de sus estructuras, por la multiplicidad de sus fuerzas, de modo que vengan ex omni tribu et lingua et populo et natione. Este será el primer pensamiento del ministerio pontificio, para que sea proclamado cada día más alto a la faz del mundo que solamente en el Evangelio de Jesús está la salvación esperada y deseada “porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el cual ellos deban ser salvados” (Mensaje al mundo entero [22.6.1963]).

Tres meses después de ese primer mensaje al mundo, en el discurso de apertura de la segunda etapa conciliar, pronunciado el 29 de septiembre de 1963, Pablo VI trazó las líneas que el concilio debía seguir, manteniendo la orientación del Papa anterior. Señaló, en concreto, cuatro caminos:

  1. profundización en la conciencia que la Iglesia tiene de sí misma;
  2. renovación de la misma Iglesia;
  3. diálogo de la Iglesia con los hombres de nuestro tiempo; 
  4. búsqueda de la unidad con los cristianos. Éste sería solo resultado de haber recorrido anteriormente los tres primeros.

Diez meses después, el 6 de agosto de 1964, el Papa publicó su primera Encíclica, Ecclesiam suam, “sobre los caminos que la Iglesia debe seguir en la actualidad para cumplir su misión”. El día previo a su publicación, el mismo Papa anunciaba la Encíclica resumiendo su contenido:

Los caminos que indicamos son tres. El primero es espiritual; se refiere a la conciencia que la Iglesia debe tener y fomentar de sí misma. El segundo es moral; se refiere a la renovación ascética, práctica, canónica, que la Iglesia necesita para conformarse a la conciencia mencionada, para ser pura, santa, fuerte, auténtica. Y el tercer camino es apostólico; lo hemos designado con términos hoy en boga: el diálogo; es decir, se refiere este camino al modo, al arte, al estilo que la Iglesia debe difundir en su actividad ministerial en el concierto disonante, voluble y complejo del mundo contemporáneo. Conciencia, renovación, diálogo son los caminos que hoy se abren ante la Iglesia viva y que forman los tres capítulos de la encíclica (Audiencia General [5.8.1964]).

Para Pablo VI, por tanto, son tres los pilares sobre los que se debía fundamentar la reforma que el Concilio Vaticano II estaba impulsando: i) conciencia de sí misma, es decir, profundización en su propia vocación y misión (lo que es y lo que está llamada a ser); ii) renovación de la vida eclesial, lo cual incluía reforma de las costumbres (renovación ascética), práctica (que implica los diferentes ámbitos de la acción eclesial: transmisión de la fe, moral, celebración y oración), y canónica (reforma de las instituciones); y, iii) diálogo con el mundo contemporáneo, es decir, infundir un nuevo estilo a la actividad ministerial que la Iglesia debe desempeñar.
En esta Encíclica, Pablo VI trazaba un verdadero programa de reforma, que recogía el eco de la actividad conciliar al tiempo que le infundía el impulso definitivo. No obstante, el mismo Papa era consciente de que los deseos nobles de reforma, ya en los años mismos del concilio, sufrían el envite de propuestas desconcertantes, que, ignorando el principio de discernimiento establecido por Juan XXIII, consideraban accesorio lo esencial y propugnaban una ruptura con lo anterior identificando la reforma con un “re-inventarlo todo”.

2. Balance al final del pontificado

En la homilía que pronunció al cumplirse quince años de su coronación pontificia, un mes antes de fallecer, Pablo VI repasaba la tarea cumplida como Sucesor de Pedro. Esta homilía es de gran importancia para comprender cómo entendió el Papa su ministerio y la percepción que tenía del momento que le tocó vivir. Con palabras cargadas del sentido de la Tradición, afirmaba Pablo VI:

Nuestro ministerio es el mismo de Pedro, al que Cristo confió el mandato de confirmar a los hermanos (cf. Lc 22,32): es la misión de servir a la verdad de la fe y ofrecer esta verdad a cuantos la buscan, según una expresión estupenda de San Pedro Crisólogo: «Dichoso Pedro, que en la propia sede, tanto viviendo como presidiendo, ofrece la verdad de la fe a los que buscan». En efecto, la fe es más preciosa que el oro (1 Pe 1,7), dice San Pedro; no basta recibirla, sino que hay que conservarla incluso en medio de las dificultades […] He ahí, hermanos e hijos, el propósito incansable, vigilante, agobiador que nos ha movido durante estos quince años de pontificado. Fidem servavi, podemos decir hoy, con la humilde y firme conciencia de no haber traicionado nunca “la santa verdad” (Mensaje al mundo entero [22.6.1963]).

Atendiendo a estas dos intervenciones, al inicio y al final de su pontificado, podemos afirmar que la orientación principal del pontificado de san Pablo VI fue servir a la verdad de la fe, concluyendo primero la obra del Concilio Vaticano II y trabajando después para que su verdadero propósito se cumpliera: «que sea proclamado cada día más alto a la faz del mundo que solamente en el Evangelio de Jesús está la salvación esperada y deseada».
El mismo Papa repasaba en la homilía del décimo quinto aniversario los hitos magisteriales más importantes en el desarrollo de esta orientación: la Encíclica Ecclesiam suam (6.8.1964), en la que trazaba las líneas de acción de la Iglesia en sí misma y en su diálogo con el mundo de los cristianos separados, de los no cristianos y de los no creyentes; la Encíclica Mysterium fidei (3.9.1965), sobre la doctrina eucarística, saliendo al paso de graves peligros que dañan la verdad revelada sobre este Sacramento; la Encíclica Sacerdotalis caelibatus (24.6.1967), sobre la donación total de sí que caracteriza el ministerio presbiteral; la Exhortación Apostólica Evangelica Testificatio (29.6.1971) sobre el testimonio que está llamada a dar hoy ante el mundo la vida religiosa; la Exhortación Apostólica Paterna cum benevolentia (8.12.1974), sobre la reconciliación dentro de la Iglesia; la Exhortación Apostólica Gaudete in Domino (9.12.1975), sobre la riqueza desbordante y transformadora de la alegría cristiana; y, por último, la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi (8.12.1975), con la que quiso trazar el panorama exultante y múltiple de la acción evangelizadora de la Iglesia en el momento presente.

En un segundo apartado, como consecuencia de la tutela de la fe, repasaba Pablo VI otros documentos que él mismo agrupaba bajo el epígrafe de la defensa de la vida humana. Ahí señalaba las Encíclicas Populorum progressio (26.3.1967) y, sobre todo, la profética Humanae vitae (25.7.1968). Sobre esta última, diez años después de su publicación afirmaba con palabras todavía vivas: «Aquel documento resulta hoy de nueva y más urgente actualidad por las heridas que públicas legislaciones han causado a la santidad indisoluble del vínculo matrimonial y a la intangibilidad de la vida humana desde el seno materno».
Importa advertir que en el repaso que Pablo VI hizo de los principales hitos magisteriales de su pontificado, prestó una especial atención a la Profesión de fe proclamada el 30 de junio de 1968. La mención de esta importantísima intervención doctrinal, sirvió además al Papa para describir de forma somera pero muy certera la gravedad del momento que le tocó vivir:

Pero sobre todo, no queremos olvidar aquella nuestra “Profesión de fe” que justamente hace diez años, el 30 de junio de 1968, pronunciamos solemnemente en nombre y cual empeño de toda la Iglesia como Credo del Pueblo de Dios, para recordar, para reafirmar, para corroborar los puntos capitales de la fe de la Iglesia misma, proclamada por los más importantes Concilios Ecuménicos, en un momento en que fáciles ensayos doctrinales parecían sacudir la certeza de tantos sacerdotes y fieles y que requerían un retorno a las fuentes.
Gracias al Señor, muchos peligros se han atenuado; no obstante, frente a las dificultades que todavía hoy debe afrontar la Iglesia tanto en el plano doctrinal como disciplinar, nosotros seguimos apelando enérgicamente a aquella sumaria profesión de fe, que consideramos un acto importante de nuestro magisterio pontificio, porque sólo con fidelidad a las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia, transmitidas por los Padres, podemos tener esa fuerza de conquista y esa luz de la inteligencia y del alma que proviene de la posesión madura y consciente de la verdad divina.
Queremos además, hacer una llamada, angustiada sí, pero también firme, a cuantos se comprometen personalmente a sí mismos y arrastran a los demás con la palabra, con los escritos, con su comportamiento, por las vías de las opiniones personales y después por las de la herejía y del cisma, desorientando las conciencias de los individuos y la comunidad entera, la cual debe ser ante todo koinonía en la adhesión a la verdad de la Palabra de Dios, para verificar y garantizar la koinonía en el único Pan y en el único Cáliz. Los amonestamos paternamente: que se guarden de perturbar ulteriormente a la Iglesia; ha llegado el momento de la verdad, y es preciso que cada uno tenga conciencia clara de las propias responsabilidades frente a decisiones que deben salvaguardar la fe, tesoro común que Cristo, el cual es Piedra, es Roca, ha confiado a Pedro, Vicarius Petrae, Vicario de la Roca, como lo llama San Buenaventura (Homilía [29.6.1978]).

Se podrían multiplicar los testimonios que confirman que la principal preocupación del magisterio pontificio de san Pablo VI fue el servicio y la defensa de la fe. Me limito, simplemente a recuperar un pasaje vibrante del discurso a la curia con motivo de la felicitación navideña de 1970, en el que se descubre hasta qué punto el servicio a la verdad de la fe y su defensa fue vivido por el Papa como un «empeño generoso y lleno de sufrimientos» .

Viene después la otra cuestión: el movimiento de crítica corrosiva hacia la Iglesia institucional y tradicional, el cual difunde desde no pocos centros intelectuales de occidente, no excluida América, en la opinión pública eclesial, especialmente en la juvenil, una psicología disolvente de las certezas de la fe y disgregadora de la conexión orgánica de la caridad eclesial, ¿no deforma quizás las necesidades auténticas y generosas de las cristiandades, que reconocen todavía a occidente un crédito cultural de madurez y de autenticidad? A veces, cuando el pensamiento de estas manifestaciones de contestación dentro de la Iglesia nos pesa en el corazón, cuando las estadísticas de las voluntarias defecciones de no pocos sacerdotes y religiosos nos agobian de doloroso asombro, cuando vemos a nuestros jóvenes seglares, que serían una gran promesa para sostener al pueblo de Dios y para el apostolado en el mundo moderno, situarse en posiciones espirituales y sociales ilógicas con respecto a la línea de unidad y de caridad propias de la Iglesia católica, nos preguntamos: ¿cuál hubiera sido el posconcilio para la Iglesia misma y para la sociedad si estas fuerzas, en vez de gastarse y agostarse y de paralizar la renovación anhelada, se hubieran mantenido fieles y operantes?; pero la prueba, nosotros lo esperamos siempre, no quedará sin fruto, aunque no fuera otro que el de confirmar en nuestros buenos, en nuestros óptimos sacerdotes y sinceros religiosos, en nuestros seglares valientes y ejemplares, una conciencia más firme de su compromiso con Cristo y una más robusta adhesión a la Iglesia, no a la de ayer, ni a la del mañana, sino a ésta, a la de nuestro momento histórico, que la Providencia ha hecho nuestra “madre y maestra”, y el objeto de nuestro invencible amor (Discurso a la curia [22.12.1970]).

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