Miércoles, 24 Febrero 2021 21:02

La Bienaventurada Virgen María, Cáliz de la Divina Misericordia

Escrito por Jacobo de Ecardia
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En el presente artículo, pretendemos enlazar la metáfora teológica del Cáliz de la Divina Misericordia con la figura y funciones mediadoras de nuestra Bienaventurada Madre, la Santísima Virgen María.

62b5955aa8aa77adac836862e38ef30fEl tema de María Santísima como Corredentora, es decir, como colaboradora y partícipe singular, única o no en su especificidad, de la Redención de Cristo, requiere de amplias investigaciones teológicas multidisciplinares, en parte ya hechas y en parte por hacer, que no son el objetivo de esta breve escrito. Lo que nos proponemos es cimentar en algunos textos del magisterio conciliar el contenido conceptual de una tal Corredención Mariana como fundamento de una posible, –y, para algunos, deseable–, definición dogmática, lo cual puede ser esclarecedor, aunque dicho contenido que ahora exhumaremos no necesariamente tuviese fuerza para dilucidar aquí, propiamente, si tal carisma cristiano fuese o no privativo de María. En concreto, la apuesta de este estudio trata de resumir las aportaciones conciliares al respecto en la imagen de María como “Cáliz de la Divina Misericordia”. Nos alienta a dicho propósito la Bula del Papa Francisco Misericordiae Vultus para el Jubileo de la Misericordia, donde leemos acerca de los rasgos sobresalientes que María atesora en la acogida del misterio de la Redención por Cristo y de la Misericordia Divina, a lo que Nuestra Señora se presta:

  1. de modo singular, pues «nadie como María ha conocido la profundidad del misterio de Dios hecho hombre»;
  2. con la totalidad de su persona, pues «toda su vida estuvo plasmada por la presencia de la misericordia hecha carne»;
  3. de manera íntima y misteriosa, pues «la Madre del Crucificado Resucitado entró en el santuario de la misericordia divina porque participó íntimamente en el misterio de su amor».

Por tanto, el rol de María en el desarrollo de la Redención resplandece total, singular e íntimo, para lo cual ella fue predestinada, «elegida», «preparada desde siempre», nada menos, en consecuencia, que para convertirse en instrumento de mediación entre Dios y la humanidad, dado que ella es el «Arca de la Alianza entre Dios y los hombres». Lógicamente es “Arca” porque contiene o «custodió en su corazón la divina misericordia en perfecta sintonía con su Hijo Jesús».

Todas estas palabras, tomadas del número 24 de Misericordiae Vultus, nos muestran a la Madre de Dios en el ejercicio de un cometido singular, salvífico y mediador. Tales ponderaciones permiten entender ya aquí la indicación de un carisma corredentor, privativo o no de María que, en todo caso, explica a María, en cierto modo de decirlo, como un “recipiente vital” del misterio redentor, en tanto que aparece como “Arca” que contiene la Alianza salvadora o que “custodia” existencialmente la “divina misericordia”, en palabras de Francisco.

La Bula del Año de la Misericordia retrotrae conscientemente toda la enseñanza y oportunidad del uno y la otra al Concilio Vaticano II, del que el Jubileo convocado por Francisco conmemora el quincuagésimo aniversario, tal y como leemos en el número 4 de Misericordiae Vultus. La importancia del Concilio estimula el hecho, en palabras del Papa tomadas de ese mismo número, de que «la Iglesia siente necesidad de mantener vivo este evento». Por eso, como hemos dicho, interesa explorar en el magisterio conciliar la que también es doctrina de Francisco, que nos permite contemplar a María como lo que, de momento, hemos convenido en llamar “recipiente vital del misterio redentor”.

1. MARÍA, MADRE EN EL CONCILIO

Como es de sobra conocido, el interés conciliar por la Virgen Santísima se concentra en el Capítulo Octavo de la Constitución Lumen gentium sobre la Iglesia, y allí se insertó al fin de iluminar la mariología a la luz de la eclesiología, es decir, a la luz de la Iglesia en tanto que es «como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» [LG 1] . Se percibe ya por aquí con claridad la semejanza de instrumentalidad que, en orden al designio salvífico divino, ostentan tanto María como la Iglesia, ya que, en efecto, María no solamente «unida al Hijo Redentor» [LG 63] , también lo está íntimamente a la Iglesia, en razón de ser su «typus» [LG 63]. Ejerce, de hecho, María sobre la Iglesia su conveniente influjo [«influxus»] [LG 60], que «favorece, y de ninguna manera impide, la unión inmediata de los creyentes con Cristo» [LG 60] . «Praedestinata» María como Madre de Dios «ab aeterno» [LG 61], leemos en el mismo número que Ella permanece como “Madre” «in ordine gratiae». Ella se nos muestra así como «Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora». [LG 62] . Ciertamente, en el mismo número leemos que esto no resta ni superpone nada a la única mediación cristológica, pero que dicha mediación suscita diversas formas de participación por los cristianos, de entre los que María Santísima manifiesta, a la luz de todo lo dicho, un carácter especial.

Como resulta notorio y evidente, un reto actual para los teólogos y el Magisterio consiste en sentenciar si esa especialidad en la participación mediadora de María de la Redención de su Hijo supone acaso una singularidad estricta, y no, por tanto, en el sentido corriente de que cada cristiano ya es singular respecto de los demás en su camino y dones personales propios, sino en la acepción de una singularidad única; cuestión disputada en la que el mismo Concilio reconoce no querer entrar y en esta materia ni niega ni afirma nada [cf. LG 54] . Pero nos detenemos aquí para dirigirnos mejor a otras consideraciones .

2. TRES PERLAS CONCILIARES

Cuando releemos los textos del Concilio, encontramos plasmada con fuerza, belleza y serenidad la doctrina que enseña la identidad divina de Cristo como autor de la Revelación y de la Salvación. Así lo leemos en la Constitución dogmática Dei Verbum nº 2:

Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef 1,9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina (cf. Ef 2,18; 2 Pe 1,4). En esta revelación, Dios invisible (cf. Col 1,15; 1 Tim 1,17), movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Éx 33,11; Jn 15,14-15), trata con ellos (cf. Bar 3,38) para invitarlos y recibirlos en su compañía.

La siguiente consideración que nos podemos plantear, es el modo en que esa autocomunicación de Dios al hombre se nos ofrece; y la respuesta va a proceder de otro documento del Concilio, la Constitución pastoral Gaudium et spes, que afirma que «el Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se hizo carne de modo que, siendo Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas» [GS 45]. Lo que significa que la autocomunicación de Dios, siendo salvífica y plena, se manifiesta, ante todo, indudablemente, como obra de misericordia.

A la luz de las dos citas de Dei Verbum y Gaudium et spes, alusiones que, por cierto, no son en absoluto marginales en la ubicación estructural de los documentos en que se encuentran, hablamos así de que el evento cristiano radica en la comunicación al hombre de la misericordia divina. No obstante, podemos indagar brevemente, un poco más, con parejo procedimiento de síntesis, en la transversalidad de las enseñanzas más importantes del único y magistral Concilio Vaticano II, y encontrarnos a continuación con otra perla doctrinal, esta vez extraída de otra más de las constituciones, la de sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, con una célebre afirmación suya, tan célebre o más como las dos ya citadas, y que complementa la visión contemporánea que la Iglesia tiene de su misión actualizadora de la economía salvífica en la misericordia divina; dice así, estimada la importancia nuclear de la liturgia y, particularmente de la Eucaristía, en todo el recorrido de la existencia eclesial y, a la postre, cristiana: «No obstante, la liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que todos, hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor» [SC 10] .

¿Qué podemos inferir de aquí, si además unimos la presente sentencia conciliar a las dos precedentes? Que lo dicho sobre la obra de la misericordia divina, que en la Iglesia se nos torna accesible a cada hombre, en la Iglesia y el mundo tiene su fuente y cima en la vida litúrgica y, de forma principal, en la vida eucarística. Precisamente, en explicitación de este último punto, añade el mismo número de Sacrosanctum Concilium: «De la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros, como de una fuente, la gracia y con la máxima eficacia se obtiene la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios, a la que tienden todas las demás obras de la Iglesia como a su fin» [SC 10] . En conclusión definitiva: La obra de la misericordia divina fluye a nosotros de la fuente eucarística, y tiene, por consiguiente, matriz o forma eucarística, que actúa el único sacrificio redentor de Jesucristo.

3. MARÍA, CÁLIZ DE MISERICORDIA

Retomamos ahora, a modo de inclusión, las reflexiones iniciales que reconocen en María un papel “submediato” particular y original, sea o no exclusivo, en las gracias celestiales que la Iglesia recibe de continuo. Vemos que el Concilio otorga un reconocimiento singular a María en el orden de la gracia y, consecuentemente, en el orden de la Redención. Un orden de carácter mediador. A la luz de las palabras finales de Francisco en la convocatoria del Año de la Misericordia, ese orden mariano singular relumbra a modo de lo que antes hemos convenido en denominar “recipiente vital del misterio redentor”. María es así la que contiene, “custodia”, recibe la Redención, de modo singular, total, misterioso e íntimo. Lo realiza, evidentemente, en calidad de Madre de Dios, como supo destacar el Concilio, pues es como Madre que en su seno acoge y guarda al Redentor, hecho así posible por la Doncella de Nazaret custodiar la Redención que Cristo personifica humanamente; y el ministerio materno no concluye en el parto virginal, sino que se prolonga a lo largo de toda la existencia terrena de Cristo y en la vida de la Iglesia: «Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos» [LG 62] .

María actúa su mediación especial “corredentora” –al menos en el sentido mínimo amplio en que todo cristiano colabora por la gracia con la Redención (cf. Col 1,24)–, y la ejerce en calidad de Madre que, según acabamos de citar, recibe y guarda la gracia celestial para con ella favorecer a sus hijos, y, en línea con dicha maternidad divina, podríamos añadir que los “nutre” o amamanta. Ahora bien, obviamente la obra redentora de Dios patentiza la misericordia divina. Más aún, como nos lo recuerda el Concilio: La obra redentora imprime forma eucarística, que forma fuente “fluyente” para nosotros. María entonces acoge, singularmente, ese flujo que Ella guarda y luego distribuye, a saber, el flujo incesante de la Misericordia Divina. Por fin, tocamos aquí la metáfora que nos propusimos justificar al inicio, ya que María se nos aparece entonces como recipiente donador de la corriente eucarística en que se cifra la acción misericordiosa de Dios, y resulta ser la imagen más adecuada para simbolizar tal mediación eucarística mariana la de una custodia o un cáliz, que acoge, que guarda, que conserva y que permite dar de beber. Por eso María es el Cáliz de la Divina Misericordia, el verdadero y definitivo Santo Grial de la existencia cristiana. Ella no es la Redención, pero la custodia y nos la ofrece de “beber”.

Como lo cantara nuestro españolísimo Juan del Enzina, poeta, músico y sacerdote, en alabanza a la siempre muy especial participación mariana en la Redención de Cristo:

Tú que reynas con el Rey
de aquel reyno celestial;
tú, lumbre de nuestra ley,
luz de linage humanal,
pues para quitar el mal
tanto vales,
¡da remedio a nuestros males!

Y es que no estaría de más que pudiera incorporarse la siguiente letanía mariana a la devoción del buen pueblo de Dios:

O Maria,
Calix Divinae Misericordiae,
ora pro nobis!

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