Miércoles, 23 Diciembre 2020 18:13

Proclamación del Dogma de la Inmaculada

Escrito por Hna. Mónica MD
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El tercer dogma mariano que se ha proclamado en la Iglesia católica es la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, lo cual implica que fue concebida en gracia, sin pecado original, siendo por tanto salvada y redimida por su Hijo Jesucristo de un modo excepcional y anticipadamente. Asimismo, este dogma enseña que María fue siempre fiel a Dios, correspondiendo libremente al don de Dios con una vida pura y santa, siempre en comunión de amor con la Trinidad.

Ahora bien, la proclamación de este dogma no tuvo un camino fácil, que duró varios siglos de reflexión, estudio, debate, oposiciones... hasta que el 8 de diciembre el Papa Pío IX finalmente lo proclamó. ¿Cómo lo hizo? ¿Por qué? ¿Qué supuso para él y la Iglesia? Veámoslo...

El Beato Pío IX (1846-1878), refugiado en Gaeta (1848) porque la Revolución había triunfado en Roma proclamándose la República, contemplaba un día el mar Mediterráneo, pensando en la tempestad que en aquellos días había agitado con gran violencia la barca de Pedro. A su lado estaba el Cardenal Luigi Lambruschini, que le dijo:

Beatísimo Padre, Usted no podrá curar el mundo sino con la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. Solo esta definición dogmática podrá restablecer el sentido de las verdades cristianas y retraer las inteligencias de las sendas del naturalismo en las que se pierden.

El Beato Pío IX no dijo nada, pero estas palabras de dejaron una gran impresión en su corazón. Así, el 2 de febrero de 1849, Pío IX –que el 1º de julio del año anterior había nombrado una comisión de teólogos para examinar la posibilidad y la oportunidad de la definición– dirigió desde su refugio de Gaeta a todos los obispos del mundo la encíclica Ubi primum nullius, a fin de pedir el parecer de todo el episcopado católico sobre el mérito de la definición. Ahí podemos leer:

Nos apoyamos muy principalmente en la esperanza de que la Santísima Virgen, que elevó la cumbre de sus merecimientos sobre todos los coros de los ángeles hasta el solio de la Divinidad, y trituró con la firmeza de su pie la cabeza de la antigua serpiente y que puesta entre Cristo y la iglesia y toda suave y llena de gracias arrebató siempre al pueblo cristiano de cualesquiera calamidades por grandes que fuesen y de las asechanzas y acometidas de todos los enemigos, y lo libró de la muerte, querrá, compadecida también de nuestra tristísima y lamentabilísima situación y de nuestras amarguísimas angustias, trabajos y necesidades con aquel su acostumbrado inconmensurable afecto de su maternal corazón, querrá –decimos– desviar los azotes de la ira divina que nos afligen por nuestros pecados, y reprimir y deshacer las tempestades de males que, con increíble dolor de nuestro corazón, en todas partes zarandean la Iglesia y convertir nuestro llanto en gozo.

Las respuestas favorables de los obispos a la encíclica Ubi primum nullius fueron 546 –de un total de 603– es decir, más del 90%. Confortado, así, por el apoyo del episcopado, además de los pareceres emitidos por una Congregación cardenalicia y una Comisión teológica, expresamente constituidas para ese fin, y de la Compilación redactada por otra comisión, dirigida por el cardenal Raffaele Fornari, con argumentos para servir al redactor de la Bula dogmática, Pío IX anunció, finalmente, el 1º de diciembre de 1854, al Sagrado Colegio reunido en consistorio secreto, la inminente proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, prevista para el día 8 del mismo mes.

Viernes, 8 de diciembre de 1854: Desde las seis de la mañana, las puertas de San Pedro estuvieron abiertas y, a las ocho, la inmensa basílica ya estaba repleta de pueblo. En la capilla Sixtina, donde estaban reunidos 53 cardenales, 43 arzobispos y 99 obispos, llegados de todo el mundo, tuvo inicio una gran procesión litúrgica que se dirigió hacia el altar de la Confesión, en la basílica del Vaticano, donde Pío IX celebró la Misa solemne. Al terminar el canto del Evangelio en griego y latín, el cardenal Macchi, decano del Sacro Colegio, asistido por el miembro de mayor edad del episcopado latino, por un arzobispo griego y uno armenio, vino a postrarse a los pies del Pontífice a implorarle, en latín y con voz sorprendentemente enérgica para sus 85 años, el decreto “que habría de ocasionar alegría en el Cielo y el mayor entusiasmo en toda la Tierra”. Después de entonar el Veni Creator, el Papa se sentó en el trono y, portando la tiara sobre la cabeza, leyó con tono grave y voz fuerte la solemne definición dogmática. Desde el momento en que el cardenal decano hizo la súplica para la promulgación del dogma hasta el Te Deum, que fue cantado después de la Misa, a la señal dada por un tiro de cañón desde el Castillo de Sant’Angelo –durante una hora, de las once al mediodía– todas las campanas de las iglesias de Roma tocaron festivamente para celebrar aquel día que, como escribe Mons. Campana:

será hasta el fin de los siglos recordado como uno de los más gloriosos de la historia. [...] La importancia de este acto no puede pasar inadvertida por nadie. Fue la solemne afirmación de la vitalidad de la Iglesia, en el momento en que la impiedad desenfrenada se vanagloriaba de haberla casi destruido.

Todos los presentes afirman que, en el momento de la proclamación del dogma, el rostro de Pío IX, bañado en lágrimas, fue iluminado por un haz de luz que bajó de lo alto (Positio, pp 24, 128,503, 1004). Mons. Piolanti, que estudió los testimonios dejados por los fieles que presenciaron el hecho, afirma, a la luz de su amplia experiencia en la basílica del Vaticano, que en ningún periodo del año, mucho menos en diciembre, es posible que un rayo de sol entre por una de las ventanas para iluminar cualquier punto del ábside donde se encontraba Pío IX*, y concuerda con la descripción hecha por la madre Julia Filippani, de las Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús, presente en San Pedro con su familia en el momento de la definición, según la cual no era posible explicar naturalmente el extraordinario fulgor que iluminó el rostro de Pío IX y todo el ábside:

“Aquella luz –declara ella– fue atribuida por todos a una causa sobrenatural” (Positio, p. 129). 

A una religiosa que un día preguntó al Pontífice qué había experimentado en el acto de la definición el mismo Pío IX le confió:

“Cuando comencé a leer el decreto dogmático sentí mi voz impotente para hacerla oír a la inmensa multitud (50.000 personas) que se congregaban en la Basílica Vaticana, pero cuando tomé la fórmula de la definición, Dios dio a su Vicario tal fuerza y tanto vigor sobrenatural, que resonó en toda la Basílica y me impresioné del auxilio divino de tal modo que fui constreñido a suspender un instante la palabra para dar libre cauce a las lágrimas. Mientras Dios proclamaba el dogma por la boca de su Vicario, Dios mismo dio a mi espíritu un conocimiento tan claro de la incomparable pureza de la Santísima Virgen que me hundí en la profundidad de este conocimiento, que ningún lenguaje puede describir, el alma quedó inundada de delicias inenarrables, de delicias que no son de la tierra. Ninguna prosperidad, ninguna alegría de este mundo pueden dar de aquellas delicias la menor idea. Cristo tuvo necesidad de darme una gracia especial para no morir por la dulzura bajo la impresión del conocimiento y sentimiento de la belleza incomparable de María Inmaculada”.

* Cf. A.Piolanti, L’Inmaculata stella del Pontificato di Pio IX.

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