El Señor dijo a Abrán: «Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan, y en ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12,1-3).
Es curioso que Dios, desde el principio, bendiga a uno solo y no a todos. Pero, sobre todo, es llamativo que haga depender la bendición para todos los demás del hecho de que bendigan a éste que Él ha escogido y bendecido. Dicho con otras palabras: en su plan quiere bendecir a todos a través de uno, a condición de que “esos todos” se sumen a bendecir al elegido de Dios. Si lo bendicen recaerá sobre ellos la misma bendición de Abrán; en cambio, si lo maldicen, su misma maldición caerá sobre ellos por llamar “maldito” lo que Dios ha declarado “bendito”. La conclusión es obvia: conviene que todos bendigan a Abrán para alcanzar así su propia salvación/bendición. Dios les exige salir de sí mismos y reconocer su elección, aunque les pueda parecer injusta o arbitraria. Veamos lo que dice al respecto el exegeta P. Beauchamp:
El elegido es el único por excelencia, el bendecido, pero bendecido a favor de todos. En torno a este individuo, a este separado, va a girar el destino de todas las familias de la tierra, es decir, de la humanidad. “Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan” (Gn 12,3). Pregunta: ¿deberán reconocer entonces los hombres la autoridad de Abrahán, honrarle y, en definitiva, adoptar sus creencias? −Respuesta: solamente tendrán que bendecirle. Puesto que la única alternativa consiste en bendecir o maldecir, hay que concluir que maldecir es una posibilidad real. Los hombres tendrán la tentación de maldecirle, a él y a Dios a través de él.
En efecto: ¿por qué haber bendecido a uno solo, por qué no a mí, o −crítica más sutil− (más correcta) − por qué no a todos? Éste es el escándalo que produce la elección de Israel [y en el fondo, de María], el escándalo de toda elección divina. −Respuesta: todos son bendecidos, absolutamente todos, si bendicen a uno solo; esa es la condición. −Pregunta: a la promesa que se le hace a Abrahán no se le pone ninguna condición; ¿es eso justo? −Respuesta: ahí es donde aflora la envidia que impide bendecir; el envidioso lo es de Dios y de su vida. La vida que nace de Dios y que se da no tiene otra causa que ella misma. El amor divino no tiene causa: Dios ama a todas las familias de la tierra y quiere que ellas lo sepan por medio de Abrahán. […] En realidad, Dios dice a un individuo, a Abrahán: “¡Te amo tanto que me hago cargo de ti y quiero que todos los hombres lo sepan y que, al saberlo, te bendigan!”.1
¡Así es! En el origen de la historia salvífica se expresa la necesidad de que todos bendigan a uno para que esa salvación que Dios ha soñado para todos llegue a su plenitud. Exactamente lo mismo pasa con el misterio de la elección de María Santísima, cuyo papel o rol en la historia salvífica es prefigurado por Abraham. Es necesario que todos la bendigan lo más globalmente posible para que la bendición llegue a toda la humanidad como plenitud salvadora.
Por eso dice ella misma en el Magnificat: “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí” (Lc 1,48-49). Estas palabras de María no brotan de la soberbia, ni del deseo de ser ensalzada, sino todo lo contrario… de haber captado en su profundidad esta dinámica salvífica de la elección de Dios: todas las generaciones, al felicitar y bendecir a María, hija fidelísima de Abrahán, su fruto más puro, hacen recaer sobre sí mismos no solo la bendición del patriarca de la fe, sino la propia bendición de la Madre de Dios. María lo sabe, y exulta por la salvación que alcanzarán todos los que la bendigan, a pesar de que al hombre no siempre le resulta fácil bendecir a otro que no sea él mismo. Ya le sucedió a Caín, que en vez de alegrarse fraternalmente por la bendición de Abel y unirse a ella, beneficiándose así de ésta, tuvo envidia; quiso ser él el elegido, el bendecido, y por eso perdió toda bendición (cf. Gn 4,1-16).
Reconozcámoslo [continúa Beauchamp]: Dios pide algo imposible; la historia de Caín, que mató a Abel porque Dios prefería la ofrenda de este último, era ya buena prueba de ello. […] La luminosa llamada de Abrahán se abre a múltiples peligros. Dios ha pedido a las naciones que lo bendigan (cf. Gn 12,1-3). ¿Hay que preocuparse ya por Abrahán y ver por anticipado una sombra sobre el futuro de las naciones, a las que Dios pone la difícil prueba de pedirles que bendigan a su elegido? Ser bendecido no es penoso; tampoco debería serlo bendecir… Pero, ¡cuántos conflictos se anuncian!2
Esta pedagogía de la elección está presente en toda la historia de la salvación: Dios elige a Jacob frente a Esaú, a José frente a sus hermanos, a Israel frente a todos los pueblos, a la tribu de Leví y a la casta de Aarón frente a todas las demás, a David frente a Saúl, etc. No se trata, por lo tanto, de un elemento anecdótico en la historia del Plan de salvación.
Por otra parte, como decía Beauchamp, no debería ser penoso ni bendecir a Abrahán, ni a ninguno de los elegidos de Dios, ni tampoco -decimos nosotros- bendecir a María. Cuanto más si, por lo reflexionado en torno a la llamada de Abrahán, Dios hace depender de ello que su bendición llegue en plenitud a la humanidad. Por tanto, bendecir a María con un 5º dogma que reconozca y proclame la grandeza que Dios ha hecho en ella, sería una acción perfectamente acorde con la pedagogía divina empleada en su plan de salvación. Se puede así entender a la luz de Gn 12 la lluvia de gracias, anunciada por Santa Teresa de Calcuta, para cuando se proclame dicho dogma.
Ciertamente, la Iglesia no tiene un modo más solemne, profundo y radical de bendecir a María en todo el mundo que proclamando un dogma. Que el Papa en nombre de toda la Iglesia proclame la verdad de María como colaboradora esencial de la obra salvífico-redentora de su Hijo, haciéndola una verdad de fe, una verdad obligatoria para todos los católicos, es atraer sobre toda la Iglesia la bendición de Dios. Es adaptarse a la pedagogía divina que Él mismo nos ha enseñado y nos ha exigido desde el inicio mismo de la historia salvífica. Proclamar este dogma es hacer que todos los católicos bendigan a María como Corredentora, Medianera y Abogada, y así abrirles el corazón a la bendición de Dios, que quiere hacer llegar a todos la misma bendición que derramó sobre María.
He aquí la grandísima conveniencia actual de proclamar dicho dogma. He aquí −casi podríamos decir− la necesidad de proclamar este dogma, para que toda la gracia que Dios tiene destinada para la humanidad se derrame. He aquí, en este breve artículo, un fundamento bíblico-teológico que hace entender la petición de Santa Teresa de Calcuta. Sería una gran pena, y una responsabilidad, privar a la Iglesia de tanta bendición por no llegar a bendecir a María con esta proclamación dogmática.
1 P. Beauchamp, Cincuenta retratos bíblicos (BAC Popular 200; BAC, Madrid 2014) 4-5.
2 Ibid., 6-7.