En sus apuntes espirituales del mes de ejercicios espirituales de su tercera probación, escribe sobre la flagelación y coronación de espinas:
"Nada me conmueve tanto en la flagelación como el desprecio con que es tratado en ella Jesucristo. El más criminal de los hombres encuentra compasión cuando es condenado al suplicio: apedrean al verdugo si hace sufrir demasiado a un ladrón, a un asesino; y he aquí a Jesús entregado al capricho de los soldados, que desgarran sus carnes, que añaden pena sobre pena, que le tratan a su placer impunemente como si no fuese hombre. Jesús no se queja, se anonada aún más, en presencia de su Padre; acepta, como venidas de su mano, todas estas penas, se regocija al poder darle un soberano honor por este espantoso abatimiento.
Le ponen una corona de espinas sobre la cabeza para expiar esta horrible pasión que tenemos de querer ser en todas partes reyes, de sobresalir, de sobreponernos a todos y en todas las cosas"[2]
Encontramos aquí dos elementos en referencia al Padre; san Claudio comprende el sacrifico de Cristo como expiación, sacrificio en el que Cristo se regocija al poder darle un soberano honor por este espantoso abatimiento. También con la corona de espinas que entiende que es para expiar esta horrible pasión que es la soberbia. La concepción de la expiación se trata aquí como –por nosotros—y en nuestro lugar, además del “gusto”, por decirlo de alguna manera, de poder ofrecer un sacrificio de amor en medio de tantas ingratitudes y desprecios.
En su fórmula de entrega expresa con claridad el deseo de reparación al Corazón de Jesús, y ésta llevada a cabo en el ofrecimiento de su vida en sacrificio:
"En reparación de tantos ultrajes y de tan crueles ingratitudes, oh adorable y amable Corazón de Jesús, y para evitar en cuanto de mí dependa el caer en semejante desgracia, yo os ofrezco mi corazón con todos los sentimientos de que es capaz; yo me entrego enteramente a Vos.
Y desde este momento protesto sinceramente que deseo olvidarme de mí mismo, y de todo lo que pueda tener relación conmigo para remover el obstáculo que pudiera impedirme la entrada en ese divino Corazón, que tenéis la bondad de abrirme y donde deseo entrar para vivir y morir en él con vuestros más fieles servidores, penetrado enteramente y abrasado de vuestro amor.
Ofrezco a este Corazón todo el mérito, toda la satisfacción de todas las misas, de todas las oraciones, de todos los actos de mortificación, de todas las prácticas religiosas, de todos los actos de celo, de humildad, de obediencia, y de todas las demás virtudes que practicaré hasta el último instante de mi vida.
No sólo entrego todo esto para honrar al corazón de Jesús y sus admirables virtudes, sino que también le pido humildemente que acepte la completa donación que le hago, y disponga de ella de la manera que más le agrade y en favor de quien le plazca. Y como ya tengo cedido a las santas almas que están en el Purgatorio todo lo que haya en mis acciones, capaz de satisfacer a la divina justicia, deseo que esto les sea distribuido según el beneplácito del Corazón de Jesús.
Esto no impedirá que yo cumpla con las obligaciones que tengo de celebrar misa y orar por ciertas intenciones prescritas por la obediencia ni que ofrezca por caridad misas a personas pobres o a mis hermanos y amigos que podrían pedírmelas.
Pero como entonces me he de servir de un bien que ya no me pertenecerá, quiero como es justo, que la obediencia, la caridad y las demás virtudes, las cuales, por consiguiente, le pertenecerán a Él sin reserva"[3]
Habla de satisfacción como un colmar la medida divina en reparación de los ultrajes y crueles ingratitudes y para evitar caer en tal desgracia.
Vemos en San Claudio un temperamento más calmado y una expresión más equilibrada que en santa Margarita, pero en el fondo ambos comparten una visión sobre la importancia y la urgencia de amar y reparar ese Corazón que tanto ha amado a los hombres y que no es correspondido. La reparación y la satisfacción aquí están dirigidas a Jesús.
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[1] M.Pérez, Amigo perfecto y siervo fiel (Madrid 1992) 11.
[2] Ibid., 64.
[3] Ibid., 106.