Este acontecimiento salvífico del siglo I es perfecto en sí mismo. No le falta nada: el hombre ya ha sido redimido y salvado por Cristo, único salvador y redentor del género humano. Por la redención, el hombre obtiene el perdón de todos sus pecados, la reconciliación con Dios y la comunión con Él, la filiación divina por Jesucristo, la plenitud del Espíritu Santo, el acceso a la vida eterna y la futura resurrección gloriosa. Cuando San Pedro en el discurso de Pentecostés anuncia el kerygma, ante la pregunta de qué deben hacer ahora que Cristo ha resucitado, responde: “Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38).
Para que esta salvación alcanzase a todos los hombres y a todas las edades, Jesucristo fundó la Iglesia con todos los elementos necesarios (entre los que sobresale la sucesión apostólica), de tal modo que la Iglesia pudiese hacer presente en el mundo el misterio pascual de Cristo (cf. Dei Verbum 7-10). Así, se va realizando el plan salvífico de Dios hasta que se instaure definitivamente el reino de Dios en los últimos tiempos (cf. Ap 21-22).
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