Esta primera charla quiere profundizar simplemente en el titular de esta parroquia, “El Salvador”. La imagen principal que acompaña al retablo es Jesucristo en la Transfiguración. Pero el título de la charla no es simplemente "Jesucristo Salvador", sino "el Corazón de Cristo, salvación del hombre". Hay un pequeño matiz. El pasado 1 de marzo de 2018, la Congregación para la Doctrina de la Fe, que, dentro de la Santa Sede, es el organismo que participa en el ejercicio de enseñar magisterial propio del Papa, publicó un documento titulado con las primeras palabras en latín con las que empieza: “Placuit Deo”; pues es costumbre desde los primeros siglos que los documentos pontificios se mencionen con las primeras palabras con las que empiezan, y aquí significan “Agradó al Señor”. Trata sobre algunos aspectos de la salvación cristiana en el momento presente. Este documento quiere salir al paso de algunas dificultades que se pueden dar, incluso, dentro de los que formamos parte de la Iglesia a la hora de acoger la salvación que Cristo nos trae. En este documento no solo se nos habla de Jesucristo como salvador, sino que se nos dice que Jesucristo es salvación. Me gustaría explicar el significado de esta expresión: Salvador es el que obra la acción salvadora y salvación sería el contenido de la salvación, pero hay mucho más en esta expresión y es lo que se pretende explicar, para desde ahí acudir al misterio del Corazón de Cristo.
Este documento empieza explicando algunas dificultades en el momento presente a la hora de hablar de la salvación. En una sociedad donde se extiende una mentalidad autosuficiente e individualista, muchos piensan: “salvación, ¿para qué?, lo que yo pueda hacer en esta vida ya lo hago yo con mis fuerzas, no necesito de nadie para salir adelante”. Esto sucede fuera de la Iglesia, pero se percibe desgraciadamente en no pocas ocasiones también dentro de ella: Los bienes de la salvación no son recibidos como tales; aquellos dones que el Señor nos ha dado para abrirnos a la grandeza de su amor y salvarnos, que están a nuestra disposición gratuitamente, todo lo que el Señor en su largueza nos ofrece, nos lo da desprendidamente, pero muchas veces no acudimos a ello. Y para darnos cuenta que no acudimos a ello basta simplemente con caer en la cuenta del índice de la participación en la eucaristía dominical de muchos que se tienen por cristianos, del índice de participación en el sacramento de la penitencia, o de momentos de oración o de adoración delante del Señor; o el tomar el santo rosario, como nos ha pedido el Papa, especialmente en este mes de octubre. Todos estos son bienes de salvación que el Señor nos ofrece, pero no acudimos a ellos. Pensamos que para vivir en este mundo cada uno se vale con sus propias fuerzas. En una mentalidad en la que, incluso, se argumenta con expresiones tales como “déjame en paz, que no me quiero salvar”.
Por eso es importante traer una y otra vez lo que significa el nombre que da título a esta Iglesia parroquial, “Jesucristo es el Salvador”; más aun, Jesucristo es nuestra salvación, la salvación de todos. No se nos ha dado otro nombre invocando el cual podamos ser salvados. ¿Cómo caer en la cuenta de la importancia de esto que se ha querido subrayar? Me gustaría hacer una triple consideración, sencilla:
En el salmo, que durante la misa hemos hecho nuestro respondiendo a la palabra de Dios, dijimos: "sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación". Para comprender lo que significa que Jesucristo no solo es nuestro salvador, sino que también Él mismo es la salvación, invito en efecto a considerar tres aspectos que están inseparablemente unidos:
- El primer aspecto tiene que ver con la creación del ser humano.
- El segundo aspecto tiene que ver con la liberación del pecado.
- El tercer aspecto tiene que ver con nuestra plenitud en Dios.
Hemos sido creados en Cristo, Cristo ha roto las ataduras del pecado. Cristo nos ha abierto la comunión de vida que comparte con el Padre y el Espíritu Santo. Cuando hablamos de salvación, estamos hablando de estas tres dimensiones que en seguida explico.
1. CREACIÓN DEL SER HUMANO
Para comprender la primera dimensión o aspecto, “HEMOS SIDO CREADOS EN CRISTO”, bastaría traer a la memoria un pasaje del Concilio en la Constitución Gaudium et Spes número 22: “Cristo revela el misterio del hombre al propio hombre. La verdad del ser humano se esclarece a la luz del misterio del Verbo encarnado” o, dicho de otra manera, para conocer más y mejor nuestra propia condición, la realidad humana, hemos de acercarnos más a Cristo, y conociendo más a Cristo nos conocemos más y mejor a nosotros mismos, descubrimos el sentido de nuestra vida, el valor de la relación con las personas que nos rodean, cuál es nuestra meta.
“Cristo revela al hombre el propio hombre”, decía el Concilio en esta constitución pastoral Gaudium et Spes. Pero si uno lee el documento hoy, con el paso del tiempo, más de 50 años después de la aprobación de este documento conciliar, en su redacción influyó de forma decisiva el Papa, que entonces era un recién nombrado obispo, San Juan Pablo II, es decir Karol Wojtyla, que participó en el Concilio y en este párrafo interviene de manera decisiva. Pues leyendo este párrafo del documento descubrimos una cita de un autor del siglo III, Tertuliano, tomada de uno de sus escritos más importantes sobre la resurrección de los muertos, que fue el primer tratado monográfico cristiano de lengua latina dedicado a la resurrección, y en este escrito, este autor, Tertuliano, hace una afirmación que el Concilio recupera y que dice así: “Lo que el Padre moldeaba” (refiriéndose a la creación de Adán, tal como aparece en Génesis 2,4 y con el lenguaje lleno de simbolismo del artesano que moldea el barro), -dice Tertuliano: “lo que el Padre moldeaba con el barro, lo hacía pensando en Cristo, el hombre que habría de venir”.
¿Qué significa esta frase? Hoy sabemos también que este autor, casi con toda seguridad, ha leído a un autor precedente, San Ireneo de Lyon, el cual solía poner en relación diversos pasajes de la Escritura, pues es un método siempre fecundo, que la liturgia continuamente nos invita a poner en práctica, el de que “la Escritura se explica con la Escritura”; cuando algún pasaje de la Biblia nos parece oscuro hemos de acudir a otro para comprender su significado, porque el único autor de toda la Biblia es el Espíritu Santo que inspira a los autores sagrados. En concreto, respecto de lo que nos interesa, San Ireneo pone en relación dos textos:
a) primero, del Génesis 1,16: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, a imagen y semejanza de Dios los creó”.
b) segundo pasaje, de Col 1,15: “Jesucristo es imagen de Dios invisible”.
Uniendo estos dos pasajes, explica San Ireneo “conocíamos la expresión haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero ignorábamos su significado hasta que aquel que es imagen de Dios invisible, se ha hecho carne”. Dicho de una manera plástica, el ser humano al ser creado, lo ha sido en relación a Cristo. Cuando Dios Padre moldeaba con el barro a Adán, tenía delante un modelo y ese modelo era Cristo, el que había de venir. ¡Hemos sido creados en Cristo!
Esto es fundamental para avanzar en el necesario conocimiento propio si queremos ser fieles al Señor. Cuando hablamos de conocimiento propio, también es importante subrayarlo, no estamos intentando hacer un ejercicio narcisista de un mirarnos a nosotros mismos, si no que queremos poner en práctica lo que tantos santos han cumplido en su propia vida. San Agustín en una de sus obras, en una oración, “los Soliloquios”, dice: “Solo dos cosas deseo Señor, conocerte a ti, y conocerme a mí”; y más adelante añade la siguiente petición: “Que me conozca a mí en ti”. Crecer en conocimiento propio es condición para serle fiel al Señor, y este conocimiento propio nos remite necesariamente a Cristo. Cuando avanzamos en el conocimiento de Cristo descubrimos entonces el sentido de nuestra vida, cuál es nuestra meta, y valoramos incluso nuestras limitaciones, nuestras pobrezas porque todo nos apunta, nos lleva a la elección por parte del Señor; como declara San Pablo en el himno de la Carta a los Efesios, en el primero capítulo: “Antes de la creación del mundo el Padre nos eligió en Cristo para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor”.
Que Jesucristo sea salvador, en primer lugar, significa que todo en nuestra vida está referenciado a Él. Aquellas capacidades que son exclusivas del ser humano, en comparación con las demás criaturas, manifiestan que hemos sido creados capaces de verdad y dotados de entendimiento, capaces de bondad y dotados de voluntad, capaces de belleza y dotados de afectos, y capaces de comunión; todas estas capacidades nos remiten a Cristo, Verdad, Bondad, Belleza, Comunión. Quiere esto decir que los anhelos que están inscritos en el corazón humano solo podrán ser saciados por Aquél conforme al cual hemos sido moldeados. Necesario es entonces que acudamos a la fuente en la que de verdad podemos saciar nuestra sed: “Sacareis aguas con gozo de las fuentes de la salvación”.
También en otro salmo rezamos: “Todas mis fuentes Señor, están en ti”; por eso, pensamientos, decisiones, afectos, deseos de comunión encuentran en el Señor su punto de partida y su llegada. Salvación significa entonces haber sido creados en Cristo.
2. LIBERACIÓN DEL PECADO
El segundo aspecto es “LA DIMENSIÓN CURATIVA”: “Salvación”, y esto es lo que entiendo de manera más inmediata aquí --todos podríamos responder-- implica siempre liberación del pecado. El pecado supone la pretensión de quedarnos con lo que el Señor nos da sin contar con Dios. Ése fue el engaño de la serpiente, de Satanás, a nuestros primeros padres “no necesitáis al Señor para tener todo esto”. Y así, detrás de todo pecado, pequeño o grande, en mayor o menor medida, siempre hay ese engaño presente: “No necesitamos al Señor, yo solo me valgo, me sirvo a mí mismo”. Olvidamos entonces que somos criaturas, que no está en nuestra mano el haber empezado a vivir, como tampoco está en nuestra mano el no morir. La vida es don y hemos una y otra vez de recordárnoslo: Somos criaturas que hemos recibido el don inmerecido de la vida, que nos hace abrirnos a todo cuanto pone alegría en nuestro corazón.
Ahora que cuando hablamos de salvación nos referimos a la liberación del pecado y, efectivamente, así lo proclamamos de mil maneras, y lo encontramos de ese modo en la Palabra de Dios, en la Sagrada Escritura; así lo percibimos en todo cuanto Jesucristo dice y hace en favor nuestro: “Cargó con nuestros pecados”. El aspecto más llamativo de la salvación es justamente esto: “Las heridas de Cristo nos curan”, en la expresión de San Pedro, recordando el tercero de los cánticos del siervo del Señor del profeta Isaías: “Sus heridas nos han curado”. Esta frase del Apóstol San Pedro es la que se ha elegido como lema para el año jubilar que se celebrará para conmemorar el Centenario de la Consagración de España al Corazón de Cristo. Se trata entonces de invitar y proclamar a grandes voces, en medio de nuestro mundo, y no solo a los que tenemos la dicha de creer, sino también a aquellos que creen poder plantear su vida sin Dios, que uniendo nuestras heridas a las del Corazón de Cristo experimentamos la curación, la salvación de la esclavitud del pecado.
Esta segunda dimensión de la salvación es su aspecto curativo y sabemos cómo el Papa Francisco, en el momento actual, está invitando de forma muy especial a que entendamos la tarea evangelizadora bajo esta clave. La Iglesia, nos dice, es como un hospital de campaña, hemos de salir a curar las heridas de nuestros contemporáneos, heridas que no hemos de mirar muy lejos para encontrarlas porque las padecemos nosotros mismos, las vemos a nuestro alrededor en los matrimonios, en las familias, entre los vecinos, en los pueblos. ¿Quién puede decir que no necesita ser curado? Que no se dedique a nosotros el reproche que el Señor hace por medio del profeta Jeremías al pueblo de Israel: “Habéis cavado pozos incapaces de retener el agua y me habéis abandonado a mí, torrente de agua viva”. Éste es el drama de tantos de nuestros contemporáneos y muchas veces también el nuestro, que nos empeñamos en buscar fuera de Cristo lo que solo Cristo nos puede dar. Decir que Cristo cura nuestras heridas, decir que Cristo nos libera del pecado significa entonces proclamar que el amor del Señor es siempre más fuerte que el daño, que el engaño del tentador y, que es más fuerte que el error que la maldad que pueda brotar de un corazón que quiera vivir sin Dios. Y hemos de proclamar siempre la grandeza de este amor. El amor de Dios es siempre más grande, más fuerte que nuestros pecados.
Relacionado con esta dimensión curativa de la salvación hay un lenguaje que necesitamos recuperar en nuestra vida de fe, en nuestras meditaciones, en nuestra oración, en el modo de hablar de las cosas del Señor, y ese hablar siempre es necesario para fortalecer la fe. En concreto, cuando hablamos de la dimensión curativa de la salvación hablamos de Redención… Jesucristo es el Redentor. El que redime es el que rescata de una esclavitud. Jesucristo es el redentor porque nos rescata de la esclavitud a la que nos ha sometido el pecado.
Además, cuando hablamos de salvación en esta dimensión curativa, hablamos también de "satisfacción", una expresión que desgraciadamente ha desaparecido de nuestro lenguaje en no pocas ocasiones y que, sin embargo, es fundamental. En toda la teología medieval estaba presente: Cristo, por ser Dios y Hombre verdadero, es el único capaz de ofrecer una satisfacción, es decir, una acción proporcionada a lo que el pecado había obrado; porque el pecado tiene siempre como centro esta pretensión de vivir sin Dios, y a eso se le llama desobediencia, que se traduce en ruptura de la relación con Dios, en ruptura de la relación con mis semejantes, en ruptura de la relación conmigo mismo y en ruptura de la relación con la creación. El pecado nos hace así estar desubicados, sin Dios, enemistados con los demás, desestructurados interiormente y también viviendo a la creación como a un adversario. Que Jesucristo sea el redentor que ofrece con su entrega una obra agradable que restituye el daño de nuestro pecado significa que Él restaura la relación del hombre con Dios; y solo Él podía hacerlo.
San León Magno lo explica con un lenguaje sencillo: “El pecado ha establecido una ruptura tal entre el hombre y Dios, que el hombre con sus solas fuerzas no puede volver hasta Dios”. Por esto necesitamos un mediador que sea Dios y hombre. Llamamos a Jesucristo “Pontífice” porque es puente entre Dios y los hombres; pero a diferencia de un puente que une las dos orillas sin ser ninguna de ellas, Jesucristo es puente porque en sí une humanidad y divinidad. Jesucristo restaura así la relación con Dios, la relación entre nosotros como semejantes, y así en Cristo podemos llamarnos en verdad hermanos. Restaura asimismo Cristo la necesaria vida interior, ordena todas nuestras facultades, y restaura también nuestra relación con las criaturas; y así lo vemos en los santos, que mantienen una relación con la creación en la que se reconoce la huella siempre de Dios, y las criaturas reconocen a su vez en los santos el rostro de su creador y, a través de ellos, ya no viven en enemistad sino en armonía.
3. PLENITUD EN DIOS
Pero hay todavía una TERCERA DIMENSIÓN fundamental para nuestra vida cristiana: La redención, la satisfacción y la reparación son fundamentales para nuestra vida cristiana. Reparar significa arreglar lo que se ha roto; podríamos definirlo así. Pero reparación, cuando hablamos del misterio de Corazón de Cristo, y enseguida acudiré a ello, significa reconocer que el amor del Señor, el que Él nos da, es de tal fuerza, que nos permite unirnos a Él para colaborar en la tarea que Él lleva a cabo. Reparar significa poner amor donde otros lo quitan. Quien se deja amar por el Señor se descubre no solo él curado por dentro, sino capacitado para entregarse de tal manera que las ofensas que se hacen al amor de Dios sean reparadas; supone que hasta tal punto devolvamos al Señor amor, que podamos amar por los que no le aman, que podamos hacer el bien por los que se empeñan en hacer el mal. Por eso Jesucristo nos pide algo que supera nuestras fuerzas humanas: Reparar. Humanamente a nadie le sale como reacción al desprecio, al odio, a la maledicencia el hacer el bien, el bendecir, el reaccionar en todo amando; pero quien se deja amar por el amor del Señor se descubre de tal manera capacitado que pone en ejercicio esa tarea de reparación. Que Jesucristo sea Salvador y Salvación significa que acercándonos a Él vemos nuestro corazón ensanchado, capacitado para poner amor donde otros lo quitan.
Y la tercera dimensión de la salvación tiene que ver con nuestra meta, nuestra plenitud en Cristo. Volviendo a uno de los autores antes citados, San Ireneo de Lyon, comentando él la situación de Adán y Eva, nuestros primeros padres en el Paraíso, dice así San Ireneo: “Adán en el Paraíso aún era niño que tenía que crecer, pero ese crecimiento solo podía dárnoslo el hijo de Dios al hacerse hombre”. Dicho de otra manera: Cuando Cristo nos salva no nos devuelve simplemente a la situación que teníamos en el Paraíso, sino que nos ha dado mucho más. Nos hace partícipes de la vida que comparte con el Padre y el Espíritu Santo, nos introduce en el misterio mismo de Dios y ahí es donde nuestro corazón, y solo ahí, hallará consuelo, paz y plenitud.
En la doctrina católica sobre la justificación éste es el elemento genuino. El error de Lutero y de los protestantes era pensar que el pecado hasta tal punto nos había dañado que ni siquiera el Señor podía ya curarnos por dentro. Como mucho podía ponernos un vestido limpio para tapar nuestra suciedad. Pero Lutero pensaba que incluso en el Cielo el ser humano sigue siendo pecador, al mismo tiempo justo y pecador: pecador a causa del pecado original, que ha dejado una mancha imborrable, y justo porque nos ponemos un traje limpio que son los méritos de Cristo. Pero esta no es la doctrina católica. Es más, esto es contrario a lo que encontramos en la palabra de Dios escrita y transmitida. La Iglesia Católica sostiene que la obra salvadora de Cristo nos hace justos, es decir, Jesucristo repara el daño que nuestro pecado había provocado; y además Cristo nos hace santos, nos hace partícipes de la misma vida de Dios. En el lenguaje de la tradición oriental, esto se expresa con palabras hermosas: deificación, divinización. Se nos regala la vida, se nos regalan los dones de la salvación para que lleguemos a ser enteramente de Dios, para que seamos divinizados, y ahí está la plenitud de nuestra vida, lo que nuestro corazón está reclamando continuamente.
El documento de la Congregación nos invita entonces a proclamar en torno a Jesucristo que no solo es Él el salvador, el que obra nuestra creación, nuestra redención, nuestra santificación, sino que Él mismo es la Salvación. Poniendo nuestra vida junto a Cristo experimentamos entonces luz para conocer el sentido de nuestra existencia: ¿por qué y para qué hemos sido creados?, ¿por qué se nos regala la existencia?, ¿cuál es nuestro origen y cuál es nuestra meta? La respuesta viene de que hemos sido creados en Cristo. Uniendo nuestra vida a la de Cristo experimentamos la curación de la herida del pecado. Uniendo nuestra vida a Cristo Él nos concede el Espíritu Santo que nos introduce en la comunión de amor que comparten el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por eso San Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses, cuando quiere exhortar a vivir con esperanza a esta comunidad pequeña que él mismo ha fundado, recuerda cuál es nuestra meta y nos ofrece la definición más antigua en la predicación cristiana después de las palabras de Cristo que encontramos sobre el Cielo. Y, ¿qué dice del Cielo?: “Estaremos siempre con el Señor”. Jesucristo es salvación, porque Él mismo es el que llena de plenitud la existencia humana y, al llenar de plenitud nuestra vida, y esto es fuente incesante de gozo, nos vemos plenamente llevados a nuestra meta, curados, hechos partícipes de un amor infinito, el que comparten las personas divinas.
Vista así la obra de la salvación, o sea la obra de Jesucristo Salvador y Salvación, percibimos, pienso, con claridad, la importancia que tiene el detenernos siempre en el misterio del Corazón del Cristo. Basta repasar las citas bíblicas que en seguida vienen a nuestra memoria cuando hablamos del Corazón de Cristo para descubrir cómo, efectivamente, a través de esas citas bíblicas descubrimos que Jesucristo es salvador y salvación, y que nos invita a descubrir en el centro de su Corazón el eje de su vida cristiana, el punto en torno al cual debe girar todo.
a) El primer pasaje que podemos mencionar es el de las palabras de Cristo en Mateo: “Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. Jesucristo no nos invita a adquirir conocimientos de no sé qué tipo, ni nos invita a realizar no sé qué clase de actividades, sino que nos invita a acudir a Él: “Venid a mí”, “aprended de mí”, y es que el corazón humano no encuentra descanso sino poniéndose junto al de Cristo.
b) En otro pasaje, el evangelista San Juan refiere que en la Última Cena el Discípulo Amado recuesta su cabeza junto al costado de Cristo, en el momento en el que, según luego él mismo refiere, “habiendo Jesús amado a los suyos, los amó hasta el extremo”. Ese escuchar el latido de Cristo en los momentos previos a la Pasión concede al evangelista San Juan una mirada más profunda de todo cuanto está sucediendo, y por eso, cuando él pone por escrito lo que ha visto y oído, lo que ha tocado con sus manos (cf. 1 Jn 1,1-3), está abriéndonos las puertas del misterio. Necesitamos también nosotros poner nuestro oído, escuchando la palabra de Dios y percibiendo en ella el latido del Redentor. El corazón humano de Cristo resucitado late sin cesar para siempre, como recordaba Pío XII la encíclica Haurietis Aquas: “Habiendo derrotado para siempre la muerte el corazón resucitado glorioso del Redentor, late en favor nuestro por amor a nosotros”. Se nos invita por tanto a escuchar el latido del corazón de Cristo en sus palabras que se proclaman vivas en la liturgia. Cuando entramos, el trato directo con Él a través de los sacramentos es fundamental para experimentar la anchura, la hondura, la amplitud del amor de Dios, y el que Cristo “habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo”.
c) Siguiente pasaje, el que escuchábamos antes en el evangelio de la Misa: Se nos hablaba del soldado que traspasa el costado de Cristo y, al punto, brota sangre y agua. En la sangre y agua la Iglesia ha visto su propio nacimiento y ha visto la fuente de la que manan los sacramentos: Bautismo, Eucaristía. Ésta es la fuente a la que debemos acudir para saciar nuestra sed. Tenemos sed de salvación: acudamos al corazón traspasado del Redentor.
d) Siguiente pasaje: Cristo resucitado se aparece a los discípulos, temerosos todavía, a pesar del anuncio de la mujeres, escondidos en el Cenáculo, y haciéndoseles presente invita al Apóstol Tomás, que no ha estado en la anterior aparición, a meter su mano en el costado abierto de Cristo. El costado de Cristo permanece abierto en su cuerpo glorioso para despejar nuestras dudas de fe, para que podamos siempre y en todo proclamar como Tomás: “Señor mío y Dios mío”.
En realidad, todo en la vida de Cristo es misterio de revelación, misterio de salvación. Por eso, cuando ponemos la atención sobre algunos pasajes que nos remiten directamente al misterio de su Corazón, nos estamos abriendo así a todo cuanto el Padre en Cristo nos ha regalado. Y entramos en lo que el Padre nos ha regalado siendo dóciles a la acción del Espíritu Santo. Éste era el objetivo de esta charla y de lo que se irá exponiendo más adelante a lo largo de las próximas semanas.
Que una y otra vez pidamos al Señor crecer en la inteligencia, en el conocimiento del misterio de Cristo, para vivirlo en plenitud sabiendo que no se trata de un conocimiento simplemente discursivo de tipo abstracto, sino que es un conocimiento que brota del corazón. Es sabiduría de amor lo que se nos ofrece en el corazón traspasado del Redentor y necesitamos esta sabiduría para seguir proclamando en nuestro mundo que en Cristo y solo en Él está la salvación.