Jueves, 23 Abril 2020 23:56

El Gran Sábado, en tiempos de covid-19

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Estamos viviendo un tiempo de Gracia muy especial, muy profundo, que dará un gran fruto a nivel mundial, porque está dentro del maravilloso plan de Dios. Esta pandemia en ningún caso es algo que se le escape a Dios, o que esté al margen de su voluntad. Al contrario, es una ocasión privilegiada que Él nos da para vivir la Vida verdadera, la alegría profunda, la esperanza que llena el alma… pues todo lo que sucede, absolutamente todo, sirve para el bien de sus hijos, de los que saben leer su amor en todo acontecimiento (cf. Rm 8).

34eafe Este tiempo en el que la pandemia del COVID-19 está trayendo muerte, sufrimiento, enfermedad, confinamiento y limitación de nuestras libertades, debe ser ocasión para levantar los ojos al cielo, a Dios Padre, y reconocer quién es Él, cuán grande es su amor y su bondad. Especialmente, debemos hacerlo ante la consecuencia más dolorosa que las medidas sanitarias están trayendo para muchos cristianos: la imposibilidad de acceder públicamente a la misa (y demás sacramentos) en muchos lugares, y el cierre temporal de las capillas de adoración perpetua. Sí, Dios lo está permitiendo y, por lo tanto, aunque parezca incomprensible, quiere sacar un bien de esta situación. No caigamos en la tentación de querer juzgar (y mucho menos condenar) a los que toman esas decisiones. En primer lugar, porque solo a Dios corresponde juzgar. En segundo lugar, porque si juzgamos, seguro que nos equivocamos. Lo único que nos toca es, en primer lugar, rezar por nuestros pastores, día y noche, para que sean iluminados en todo momento por el Espíritu Santo; y en segundo lugar, confiar en sus decisiones, aunque no las entendamos, y obedecer filialmente. 

Hagámonos esta pregunta: ¿qué bien podemos sacar, en concreto, de este hecho doloroso del no acceso a los sacramentos? Caigamos en la cuenta de que es una situación análoga a lo que vivimos cada año en la Semana Santa: desde el Jueves Santo, una vez celebrada la Cena del Señor, hasta el Domingo en la Vigilia Pascual, la Iglesia entera no celebra la Eucaristía… y el Sábado Santo, ni siquiera comulga (lo cual sí se hace el Viernes Santo). Ahora estamos en una especie de Sábado Santo muy largo, sin fecha de término conocida… pero con una gran diferencia: en este Gran Sábado Santo de la pandemia, sí se celebra la Eucaristía. La misa sigue sosteniendo a la Iglesia del mundo entero. Ciertamente, los fieles no pueden asistir físicamente (virtualmente lo hacen millones a través de los medios, incluso muchos que no iban a la misa), pero ningún sacerdote está dejando de celebrar diariamente la Eucaristía (salvo los impedidos) durante este Gran Sábado del confinamiento. La eficacia salvífica de la misa no proviene de que a ésta asistan fieles, sino de la misa misma, que es el Misterio Pascual de Cristo actualizado en el presente; la asistencia de fieles es eficaz en cuanto que unen su plegaria a la ofrenda de Cristo, y cuantas más almas orantes, mejor. Pero cada misa sigue siendo salvífica en sí misma, sigue sosteniendo al mundo entero, sigue siendo la victoria del amor de Dios sobre todo mal.

Dios, en su sabia pedagogía, cuenta con que dos días al año no se celebre la Eucaristía, para que nos introduzcamos más profundamente en el misterio redentor de la muerte de Cristo, y vivamos más plenamente su resurrección en la Vigilia Pascual. Si ahora permite que vivamos este Sábado más largo, hagámoslo como en Semana Santa, entrando en el misterio de Cristo en el sepulcro (en nuestro aislamiento), en su descenso al Sheol. 

Pero, ¿cómo vive la Iglesia este misterio del Sábado Santo? Con María. La Iglesia vive todo siempre con María, y especialmente los sábados. El sábado es el día de María. Y el momento presente es el tiempo de María. Ella sostiene a la Iglesia de modo particular en este tiempo. Ella es la Mujer vestida de sol (Ap 12) que vela por sus hijos y los defiende del mal. Y entre todos los sábados del año, el Sábado Santo es el día en el que la Iglesia sólo tiene, físicamente consigo, a María; por eso, la Iglesia entera fija sus ojos en Ella, que el día del Viernes Santo se convirtió en Madre corredentora del género humano, al ofrecer a su hijo por la salvación del mundo en la cruz, y al ofrecerse Ella misma con él al Padre, y vivir en su alma la pasión de su Hijo, hasta ser su alma atravesada por el dolor. Recibió ahí su título de parte de Cristo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26), ahí tienes a la humanidad a la que he redimido con mi sangre, unido de corazón a ti.

Vivamos este enclaustramiento al que nos someten las medidas sanitarias unidos a María, a su Sábado Santo, con sus mismos sentimientos de ofrenda por el mundo, con su Corazón obediente a la voluntad del Padre. 

Al terminar el confinamiento, resurgirán las capillas de adoración perpetua, con nuevo ardor, con mayor numero, con más adoradores, con más capillas; se volverá a la misa con un deseo nuevo, con un corazón nuevo, con un agradecimiento nuevo. La luz brillará con más esplendor tras la oscuridad. La purificación vivida y la obediencia al Padre traerán un nuevo futuro de la mano de María. Porque tras un Gran Sábado, no puede venir sino un Gran Domingo, un inmenso Día del Señor, una maravillosa Resurrección del Señor de la vida, que ama a su pueblo, y que solo espera de él fidelidad en la prueba, confianza en la oscuridad, oración y ayuno en la tribulación, esperanza y alegría ante la adversidad. Y Él lo hace todo. Es Él quien salva. Él lo hará. Mejor dicho, Él ya lo ha hecho. Él ya ha obtenido la victoria sobre el Mal. Él ya nos ha salvado en su muerte y resurrección. La Iglesia solo espera la plasmación de esa victoria, la venida del Señor para llevarla a cabo. Sabemos que la historia acaba bien, acaba con salvación. Por eso, decimos con fe y alegría: “Ven, Señor Jesús”. El Espíritu y la Esposa claman: “Marana Tha, Ven Señor” (cf. Ap 22,17).

sabadosanto

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Comentarios   

Gracias
Gracias por tu respuesta, Pablo.
Un abrazo.
Aclaración pertinente (1)
Querido Jaime, padre:

No puedo por menos que empezar con unas palabras de agradecimiento por tu caritativa reconvención, a la par contenida y generosa.

Uno, padre, no las tiene siempre todas consigo, ni pretende sentar cátedra sobre nada, mucho menos en asuntos que no son de su entera competencia, sino tan solo “obrar con diligencia activa y cotidiana conforme a la propia libertad, conciencia e iniciativa de que gozamos cada uno de los miembros del Cuerpo social de Jesucristo” (Pio XII, MCC 38), en obediente sumisión siempre al Magisterio sagrado de nuestra Santa Iglesia Católica. Siendo esto así, comprenderás lo doloroso que es para mí que se me tenga por irrespetuoso o desleal con aquellos que, por mandato de Cristo, tendrán que dar un día cuenta de nuestras almas y a los que nos manda honrar y rendir el debido acatamiento. No manda rendir, sin embargo, y es triste tener que recordarlo, el acatamiento no debido.

Si me crees, te será fácil imaginar — pese a toda apariencia en contrario— lo difícil que es, para alguien como yo, que considera a los sacerdotes como el terreno sagrado que pisaba Moisés cuando desde la zarza ardiente se le ordenó descalzarse, ponerse a contradeciros o a sermonearos, que es como temo se reciben normalmente —tú no, me parece—las cuestiones que presento a vuestra consideración.

Llevo un largo camino recorrido en busca del lugar que en la Iglesia y en el mundo corresponde a un laico comprometido como yo, con sus singularidades únicas … como todos. Te aseguro que comprendo muy bien la huida de Jonás cuando Dios le ordenó ir a predicar a los ninivitas. En cierto sentido, todos tenemos nuestro Nínive particular que atravesar dando testimonio de la Verdad. Uno también se siente tentado a huir. Razones para huir encuentra uno muchas; para quedarse y tirar para adelante basta una: amar.

Decía Monseñor Rico, cuyo documento tildé como tildé por razones que a él le he expuesto, que no se puede ser padre sin llorar. Pues bien, tampoco se puede ser hijo sin llorar. No toméis, pues, mis lágrimas por insultos o faltas de consideración si a veces se me cae algún goterón al suelo y lo dejo todo perdido, u os he salpicado un poco.

Respecto a la decisión de nuestros obispos, que no abordé más que de refilón en mis intervenciones anteriores, centrándome más bien en las disquisiciones ulteriores sobre si son galgos o podencos (las misas “privadas”, las comuniones espirituales, la contrición …), aprovecho para dejar claro que nunca —¡nunca!— he cuestionado su legitimidad para tomar esa u otras decisiones. Tampoco sus buenas intenciones. Esto no es óbice, no obstante, para que en mi legítima autonomía como laico cristiano, con derechos y graves deberes en la Iglesia y también en el mundo, que es mi ámbito propio de actuación, las cuestione de forma razonada y con respeto, elevando mis objeciones a su consideración y la de mis hermanos, máxime cuando se ha decretado un estado de alarma espiritual que ha restringido brutalmente el acceso de los fieles a los sacramentos (tal vez conculcando derechos bien establecidos) y se ha comprometido además seriamente lo que es la misión propia del laicado: "lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena" (GS 43).

Un sacerdote al que yo caí algún tiempo en penitencia me dijo hace poco, después de coger el rábano por las hojas —en este caso él, no yo—: “Yo a muerte con mi obispo siempre y le defenderé con mi propia vida si es necesario. El es Cristo para mí. Como el Papa.” Si no fuera por el abrazo y la bendición que me envió a continuación, como si me hubiera dicho “Vade retro me, Satana”. Está visto que, pese a mis buenas intenciones, lo mío es sacar de quicio; espero que siempre Dios os lo compense con gracias superabundantes. En fin, que yo también. Yo no lo habría expresado así, pero, en lo esencial, también yo. Por eso esto. Lo voy a repetir, aunque a alguno le pueda parecer un sarcasmo: ¡Por eso, esto!

(CONTINÚA ABAJO)
Aclaración pertinente (2)
(CONTINUACIÓN)

Pienso ahora en Agustín, el padre Agustín, a quien tal vez incomodé en el pasado con mis objeciones a la declaración del dogma de la corredención y a quien ahora he chafado el artículo completamente. ¿No le amo? ¿No le respeto acaso? ¿No me importa cómo pueda sentirse? ¿Ya no estamos en santa comunión en Cristo? ¿No es este escrito, al igual que los anteriores, utilizando una frase que he aprendido de don José, “una reacción desde la fe que se quiere hacer operativa por la caridad”? Preguntas retóricas que no precisan contestación pero que voy a responder con la ayuda de una anécdota que espero que ilustre de forma sencilla lo que quiero decir. No hay en mi réplica menos amor, menor solicitud por su bien, que el que me inspiró hace bastantes años —aunque a mí me parece que fue ayer—a regalarle una bellísima edición de la “Imitación de Cristo” una noche que compartimos un rato de adoración al Señor en la capilla de Getafe. Tal vez él pensó que yo no sabía lo que le regalaba, y no me refiero al valor material del libro, pero ¡yaya si lo sabía! Pues bien, créeme, Jaime: ¡ahora más!

En fin, cúlpame por lo que digo, no por lo que tú entiendes. Lo que tú entiendes es responsabilidad tuya, creo yo: de eso sólo a ti debes pedir cuentas.

En cualquier caso, muchas gracias, padre, por enseñarme y también por reprenderme con tanta paciencia y largueza. Haces que me sienta amado. ¿Se puede decir más?



___ DIOS SIEMPRE ACIERTA.
Verdadero concepto de la autoridad (2)
(continúa del anterior)

Para terminar: A lo largo de la historia, la Iglesia ha mostrado el legítimo poder de sus pastores para regular el acceso del pueblo a los sacramentos y a la comunión. Te pongo los ejemplos más importantes:

1) En la Iglesia primitiva, pese a que a los catecúmenos ya se les consideraba miembros de la Iglesia, no se les permitía permanecer en la Eucaristía terminada la parte que hoy llamaríamos de la liturgia de la Palabra.
2) Desde siempre, ha existido la posibilidad de castigar con la excomunión, es decir, con la privación de la comunión, a personas que hubiesen sobrepasado algunas reglas, no necesariamente de pecado mortal, como era el sustraer libros de las bibliotecas monásticas.
3) Desde siempre, la Iglesia ha prohibido comulgar si se ingiere un alimento en un tiempo determinado antes de la comunión: ahora mismo solo una hora antes, hace no muchos años desde la noche anterior.
4) Durante siglos, la Iglesia ha establecido pautas reguladas para que comulgasen los religiosos de clausura unas pocas veces al año (no digo ya a los laicos en las mentalidades de aquellas épocas...): Si no recuerdo mal, las clarisas solo podían comulgar 7 veces al año, y los cartujos solo 4 veces al año. En general, si mi memoria no me falla, no se permitía comulgar a nadie en toda la Cuaresma excepto a los sacerdotes.
5) En sentido inverso, desde el Concilio IV de Letrán, la Iglesia te obliga a comulgar por Pascua al menos una vez en el año, te apetezca o no, y para lo cual debes confesar antes. Esta norma sigue en vigor excepto precisamente este año.

Estos ejemplos y otros que te podría poner, no quiere decir que debamos concordar con todos ellos hoy, porque muchos pertenecen a mentalidades pasadas, pero sí que muestran la legitimidad de los pastores de la Iglesia, ya desde los tiempos apostólicos, para regular con su autoridad el acceso de los fieles a los sacramentos.

No entro a tus otros argumentos ni a desarrollar los de D. José u otros que se han publicado en defensa de las medidas tomadas por los obispos españoles, porque he pretendido ir al meollo de lo que me parece que es la principal deficiencia de tu postura y la de otros muchos, que por desgracia, más que una postura argumental, parece encasillada en una actitud moral y espiritual que en cualquier caso denota una clara falta de comprensión de la contitución jerárquica de la Iglesia, tal y como el Señor la quiso fundar.
Verdadero concepto de la autoridad (1)
Estimado Pablo:

No es mi deseo extender una polémica por estas líneas, por lo que intentaré responder brevemente.

Primero, no me parece bien que en el contexto de este Foro utilices expresiones de ponderación subjetiva en sustitución de argumentos racionales, como por ejemplo cuando tildas el documento de D. José de "soflama desafortunada", aparte de la falta de respeto que supone a un obispo, y más al Presidente de este Foro.

En este asunto, ni tus argumentos ni de los de nadie son indefectibles: Las medidas de los obispos en relación a esta pandemia tampoco pretenden apoyar su legitimidad en sus argumentos propios, aunque los tienen y manifiestan, y ya ha quedado claro que no los compartes. En materia de discernimiento de gobierno pastoral, la legitimidad de las actuaciones del Papa a nivel de la Iglesia universal, del Obispo a nivel diocesano, y del Párroco a nivel parroquial, que son las únicas potestades pastorales propias que existen en la Iglesia, y ninguna más, la legitimidad de dichas actuaciones, digo, en el marco de lo que a cada uno de los tres compete y no contradiciendo ninguna ley divina o eclesiástica, descansa en la autoridad misma de quien dispone tales medidas.

Si, por ejemplo, nuestro Obispo, después de haberlo rezado, después de haberse informado, después de haber consultado con quienes la prudencia le aconsejó, y consta que todo lo ha hecho así, toma la decisión de ordenar la clausura de los templos y todo lo que de ello se sigue: ¿qué debe hacer quien en su interior no se sienta conforme con esa decisión? Lo primero,obviamente, es obedecer. Y, en segundo lugar, si lo considera conveniente en su conciencia, puede exponer su discrepancia, pero debe hacerlo con respeto, moderación y en la debida proporción.

Más allá de anécdotas como la que comentas, que no me parece relevante para el caso, me da la impresión de que detrás de tus afirmaciones hay una visión distorsionada de la autoridad pastoral en la Iglesia. El sacerdocio ministerial es para el servicio del pueblo cristiano, es muy cierto, pero se trata de un servicio con autoridad, en representación de Cristo Cabeza, Pastor y Guía del pueblo de Dios. No el servicio que, por ejemplo y dicho con todo mi respeto, presta la cajera de un supermercado, que no debería condicionar lo que compra el cliente sino simplemente atenderle y despacharle, sino que la autoridad de los pastores es como la del padre de familia con sus hijos: él vive para servirles y darles de comer, para quererles y escucharles, pero en última instancia no son los hijos los que deciden la hora de la cena y el menú de la misma. En realidad, toda verdadera autoridad, también a nivel civil, la Iglesia la comprende como ejercicio de la soberanía de Dios sobre nosotros: incluso en democracia, la autoridad electa ha sido elegida para que asuma el poder sobre el pueblo, y por tanto para que asuma dicho poder, aunque no sea creyente, en consonancia con la ley divina que se manifiesta en la ley natural, que todo gobernante debe respetar para no decaer ilegítimo en su ejercicio. Pero me temo que tu concepto de la autoridad, y más todavía tu concepto de la autoridad pastoral en la Iglesia, responde a la visión secularizada actual, y si es así estás equivocado.
No se arreglan entuertos imaginando gigantes donde solamente hay molinos (I)
Se suma el autor a algunos intentos, más o menos concertados, y sin duda todos bienintencionados, de dar alguna cobertura teológico-pastoral a las medidas extremas adoptadas por nuestra diócesis, más exigentes que las dictadas por las autoridades civiles, lo cual—no puedo resistirme a señalarlo— ha dado lugar a la curiosa paradoja de que un gobierno ateo y abiertamente hostil a la Iglesia parezca mostrar más preocupación por nuestra salud espiritual que nuestros propios pastores y que, en cambio, estos den la impresión de superar a aquellos en cuanto a preocupación por nuestra salud corporal, incluso en detrimento de la espiritual. Quien dice salud espiritual pudiera decir también derechos o, por qué no, nuestras necesidades como creyentes, a fin de cuentas más difícil parece hacer hablar a una burra que al BOE. Lo que sí queda claro es la conveniencia de un debate sosegado una vez se recupere cierta normalidad. Esperemos que para entonces nadie diga a nadie: “No os necesito” (1 Con 12, 21).

En consonancia con Monseñor Rico en “Pensar y vivir la Eucaristía …”, desafortunada soflama en la que se enzarza en una batalla campal a pedrada limpia con supuestos malas lenguas, iluminados y herejes, el autor se centra exclusivamente, él sin ánimo belicoso, en la supresión —prohibición, diría yo— de la participación de los fieles, “las piedras vivas de la Iglesia”, en la Santa Misa, obviando también él por ejemplo toda referencia al sacramento de la penitencia, tal vez por ser el Misterio Eucarístico “como el corazón y el centro de nuestra fe”. El panegírico que nuestro obispo auxiliar hace de la misa “privada”, en contraposición con la llamada “comunitaria”, lo resume el autor con una frase lapidaria: “La eficacia salvífica de la misa no proviene de que a ésta asistan fieles”. Aunque intenta arreglarlo un poco en las frases siguientes, a mí me parece que estos enfoques tan simplistas, además de peligrosos para una recta comprensión de nuestra fe y de la Sagrada Liturgia, denotan una ignorancia supina de la trascendencia del sacerdocio común de los bautizados —de nuestra “alma sacerdotal”— o, lo que sería peor aún, menosprecio por la porción más numerosa del Pueblo de Dios, aunque reconozco, y así espero que sea en este caso, que puede haber otras causas: precipitación, por ejemplo. Y eso por decir lo menos, porque quienes hacen tales planteamientos se diría que tampoco entienden la Eucaristía misma, misterio inabarcable ciertamente, pero hay algunos mínimos, por ejemplo, su carácter de “sacramento de unión”, donde todos tenemos una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto (LG11): “La Eucaristía hace la Iglesia” (CIC n. 1396). Ciertamente, más vale misas sin pueblo que ninguna misa en absoluto, pero volviendo a la frase lapidaria, me parece conveniente aclarar, por si no ha quedado todavía claro, que si bien le concedo al autor que “la eficacia de la misa no proviene de la asistencia de fieles sino de sí misma”, dicha eficacia sí depende, en buena medida y de muy diversos modos, aunque no exclusivamente, de la asistencia de los fieles.

Siempre me ha dejado perplejo el empeño que muchos sacerdotes ponen —inadvertidamente, sin duda— en separar lo que la Eucaristía une. Contaré una anécdota que a mí me parece reveladora de esto que digo. Hace unos años un peregrino a quien conozco bien se acercaba todos los viernes que podía a la ermita del Cerro. El propósito de su peregrinaje era unirse a la celebración Eucarística propiciada por un grupo, entonces ya muy menguado, de señoras devotísimas del Sagrado Corazón de Jesús. Uno de esos viernes en lugar de las santas mujeres se encontró con una pléyade de curas de la diócesis preparándose para concelebrar. Como llevaba el piloto automático, pese a la sorpresa, se sentó donde habitualmente lo hacía, viéndose al poco rato rodeado de albas y estolas. Mi amigo, entonces no muy ducho en la materia, presintió no obstante que algo no estaba bien del todo. Viendo justo delante de él a un cura que conocía, le preguntó. Así se enteró de que los había convocado el obispo para celebrar la festividad de San Juan de Ávila, patrono del clero secular español, y también de que no debía estar allí: “No deberías estar aquí”, le espetó el sacerdote amigo. Cayendo inmediatamente en la cuenta, se levantó y se fue al fondo, donde ya no había sacerdotes y desde donde podría seguir la misa, su misa del día, con total normalidad, contento de que la Providencia le hubiera llevado allí aquel día, como en representación del pueblo fiel. La misa, que presidía el anterior obispo, don Joaquín, transcurrió con toda normalidad … (CONTINUA)
No se arreglan entuertos imaginando gigantes donde solamente hay molinos (II)
(ES CONTINUACIÓN)

... hasta que llegó el momento de la comunión. Durante la homilía don Joaquín había insistido en que el ministerio sacerdotal es un ministerio de servicio al pueblo santo de Dios, del que mi amigo era precisamente el único representante en aquella Eucaristía, pero ni el obispo ni ningún cura salió para darle la comunión. Él podría haberse adelantado para forzar la cosa, pero le pareció violento, pues no tenía ninguna duda de que su presencia no había pasado desapercibida. Fue entonces cuando pensó, todavía estupefacto, pero con mucha tristeza, que a lo mejor no era entre los curas donde no debía estar sino tampoco en la misa. No se quedó sin comulgar. Pidió a otro sacerdote que conocía que le diera la comunión, pero ya no comulgó durante la misa, precisamente una misa en la que se subrayó que el sacerdocio ministerial no tiene como fin servirse a sí mismo sino al sacerdocio común de los fieles. Desde entonces a este buen peregrino a veces le oigo rezongar para sí: “Todo por y para el pueblo, pero sin contar con el pueblo”.

Y para terminar, una pequeña reflexión sobre lo que el articulista llama “el Gran Sábado”. Es laudable su preocupación pastoral, pero la analogía no funciona. Son cosas tan distintas como la noche y el día, o, mejor dicho, como la luz y las tinieblas. Ese “Gran Sábado”, ese Sábado Santo prolongado tanto tiempo, nada tendría que ver con lo que estamos viviendo. Sería el llanto y el rechinar de dientes, una terrible noche del espíritu para el alma enamorada.

En fin, no se arregla un entuerto imaginando gigantes donde solamente hay molinos.
"¿Patente de corso" para opinar?
Claro que a Dios no se le escapa nada: ni la pandemia ni nuestras decisiones. Dios no quiere directamente ningún mal, pero, para obtener mayores bienes, Dios quiere indirectamente —permite sin quererlo positivamente— el mal físico, en el que podríamos encuadrar el infausto coronavirus, y el mal de pena, que tiene razón de castigo por nuestro pecado, para lo cual podría servirse, si así lo quisiera, por ejemplo para corregirnos, tanto del virus como de los actos humanos voluntarios. Dice bien, pues, el autor del artículo cuando concluye que si Dios lo está permitiendo —puesto que nada puede suceder sin al menos su permisión— es “porque quiere sacar un bien de esta situación”. No debe, sin embargo, confundirse esta voluntad permisiva de Dios con una especie de patente de corso para tomar cualesquiera decisiones, las cuales debemos examinar con tanta más frecuencia cuanto más grave sea el asunto al que se aplican. Y esto me lleva al segundo punto del artículo, una consigna que el clero no se cansa de repetirnos y a la que recurre invariablemente —aunque no como único remedio— cuando sospecha algún tipo de contestación: “No juzguéis.”

El articulista distingue, sin embargo, entre juzgar y condenar (“no caigamos” —dice— “ en la tentación de querer juzgar, y mucho menos condenar, a los que toman estas decisiones”), yo diría que sin caer en la cuenta de su propia contradicción, y hace bien, pues “juzgar” —en el sentido de formase una opinión sobre algo o alguien tras el debido examen— es cosa bien distinta de “condenar”. Es evidente que aquello —juzgar— debería siempre preceder a esto —condenar—, como también es evidente que el juicio no siempre acaba invariablemente en condena —entendida como reprobación de ideas, actitudes o comportamientos, nunca de personas—. ¿Estos juicios nos están vedados a los fieles? San Pablo, después de conminar a los tesalonicenses a no apagar el espíritu, les exhorta a examinarlo todo y quedarse con lo bueno (1 T 5, 19-21). ¿Cómo se puede hacer esto sin que nuestro entendimiento examine las cosas y emita un veredicto? ¿Dónde se ha dictaminado que ahora para entrar y permanecer en la Iglesia hay que quitarse la cabeza además del sombrero? Naturalmente, cosa distinta es usurpar el trono de Dios y ponerse a lanzar anatemas a diestro y siniestro.

No son las opiniones discordantes, o las llamadas a la reflexión, las que quiebran la comunión; lo que quiebra la comunión es el espíritu de condena. Examínese cada cual con calma en su conciencia antes de tirar la primera piedra.

No caigamos en la tentación de apagar el espíritu: examinémoslo y quedemos con lo bueno.

____ DIOS SIEMPRE ACIERTA

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