1. El discurso de clausura de la Tercera Sesión del Concilio Vaticano II (21.11.1964)
El 21 de noviembre de 1964 el Concilio Vaticano II aprobaba en sesión pública la Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium. Inmediatamente después era confirmada y promulgada por el papa Pablo VI. Con este documento conciliar se completaba también la principal aportación del Concilio a la mariología. Como sabemos, el capítulo octavo, que cierra la Constitución, está consagrado a la “Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia”. La ubicación de este capítulo en el principal documento dogmático del Vaticano II sobre el misterio de la Iglesia se justifica después de exponer el lugar de la Virgen María en el misterio de Cristo y de mostrar la relación entre la Virgen y la Iglesia. Leemos en Lumen Gentium 54:
Por eso, el sagrado Concilio, al exponer la doctrina sobre la Iglesia, en la que el divino Redentor obra la salvación, se propone explicar cuidadosamente tanto la función de la Santísima Virgen en el misterio del Verbo encarnado y del Cuerpo místico cuanto los deberes de los hombres redimidos para con la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, especialmente de los fieles, sin tener la intención de proponer una doctrina completa sobre María ni resolver las cuestiones que aún no ha dilucidado plenamente la investigación de los teólogos. Así, pues, siguen conservando sus derechos las opiniones que en las escuelas católicas se proponen libremente acerca de aquella que, después de Cristo, ocupa en la santa Iglesia el lugar más alto y a la vez el más próximo a nosotros.
Mostrando el lugar de María en el Misterio de Cristo y su relación con la Iglesia, el Concilio buscaba la conciliación entre las dos posturas mariológicas que habían emergido en el debate previo a la redacción del capítulo octavo de la Lumen Gentium: la “cristotípica”, que considera la mariología como el desarrollo coherente de la cristología; y la “eclesiotípica” que busca el singular lugar de María en la Historia de la Salvación indagando en el misterio de la Iglesia.
Ahora bien, al confirmar y promulgar la Constitución Lumen Gentium, Pablo VI sorprendió yendo más allá de lo que el mismo Concilio había afirmado sobre la Virgen María. En la clausura de la Tercera Sesión del Concilio realizó una verdadera declaración de fe mariológica de inmediatas consecuencias para la comprensión del misterio de la Iglesia, tal como había sido formulado en la recién aprobada Constitución Lumen Gentium.
El discurso, pronunciado el 21 de noviembre, fiesta de la presentación de la Virgen María en el Templo, contiene primero la acción de gracias del Papa a cuantos han hecho posible completar los trabajos de la tercera sesión conciliar. Sitúa después la contribución de la nueva Constitución dogmática en continuidad con el magisterio eclesiológico precedente. Considera, en efecto, Pablo VI que Lumen Gentium completa la obra doctrinal del Concilio Ecuménico Vaticano I, explora el misterio de la Iglesia y delinea el designio divino sobre su constitución fundamental. Para dejar clara la continuidad con el magisterio precedente, el Papa afirma con claridad:
Creemos que el mejor comentario que puede hacerse, es decir, que esta promulgación verdaderamente no cambia en nada la doctrina tradicional. Lo que Cristo quiere, lo queremos nosotros también. Lo que había, permanece. Lo que la Iglesia ha enseñado a lo largo de los siglos, nosotros lo seguimos enseñando. Solamente ahora se ha expresado lo que simplemente se vivía; se ha esclarecido lo que estaba incierto; ahora consigue una serena formulación: lo que se meditaba, discutía, y en parte era controvertido. Verdaderamente podemos decir que la Divina Providencia nos ha deparado una hora luminosa; ayer lentamente madurada, ahora esplendorosa, mañana ciertamente providencial en enseñanzas, en impulsos, en mejoría para la vida de la Iglesia .
Seguía el Papa expresando su deseo de que la doctrina sobre el misterio de la Iglesia, tal como había sido formulada, tuviera una feliz repercusión en el corazón de los católicos, que se llenen de alegría al ver mejor trazado el rostro de la Esposa de Cristo y la belleza de su Madre y Maestra; así como en el corazón de los cristianos separados e incluso de los que no creen: «la Iglesia debe ser el signo alzado en medio de los pueblos para ofrecer a todos la orientación de su camino hacia la verdad y la vida».
Formulado este deseo, se detenía entonces el Papa en elevar sentimientos de agradecimiento sincero y filial a la Virgen Santa, «a Aquella que queremos considerar protectora de este Concilio, testigo de nuestros trabajos, nuestra amabilísima consejera, pues a Ella, como a celeste patrona, juntamente con San José, fueron confiados por el Papa Juan XXIII, desde el comienzo, los trabajos de nuestras sesiones ecuménicas». Y después de justificar la oportunidad del momento, Pablo VI realizaba la siguiente declaración solemne:
Así pues, para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título.
Concluían el Papa su declaración señalando el fundamento de este título, que ya el pueblo fiel empleaba para dirigirse a María Santísima.
La divina maternidad es el fundamento de su especial relación con Cristo y de su presencia en la economía de la salvación operada por Cristo, y también constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la Iglesia, por ser Madre de Aquél, que desde el primer instante de la Encarnación en su seno virginal se constituyó en cabeza de su Cuerpo Místico, que es la Iglesia. María, pues, como Madre de Cristo, es Madre también de los fieles y de todos los pastores; es decir, de la Iglesia.
¿Cómo entender el título “Madre de la Iglesia”? La fórmula solemne empleada por el Papa en continuidad con la aprobación y promulgación de la Constitución dogmática sobre la Iglesia nos invitan, por lo pronto, a pensar que no estamos ante un simple título de tipo devocional. Tampoco parece acertado entender el título como una afirmación sinónima de la que encontramos en LG 53, donde se afirma de María que es «Madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles… y a quien la Iglesia Católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima». No parece proporcionada la declaración solemne de Pablo VI si sólo hubiera querido repetir lo que el Concilio acababa de afirmar. El Vaticano II había afirmado la maternidad espiritual de María sobre los fieles («Madre en el orden de la gracia»: LG 61). Con su declaración, sin embargo, el Papa iba más allá, como descubriremos al presentar los siguientes documentos.
2. La Encíclica Christi Matri (15.9.1966) Click AQUÍ para acceder al texto
A la Virgen María, Pablo VI dedicó dos de sus siete encíclicas. El 29 de abril de 1965, en el segundo año de pontificado, el Papa escribió la Encíclica Mense Maio, con la que invitaba a rezar a la Virgen María en el próximo mes de mayo. En ella hacía un llamamiento a reforzar la oración dirigida a María Santísima ante el momento histórico que atravesaba la Iglesia, embarcada en la última etapa conciliar, y ante la situación internacional sometida a graves amenazas para la paz. Al referir la primera motivación, el Papa utiliza el título de Madre de Dios:
Para obtener las luces y las bendiciones divinas sobre este cúmulo de trabajo que nos aguarda [para concluir el Concilio Vaticano II], Nos colocamos nuestra esperanza en Aquella a quien hemos tenido la alegría de proclamar en la pasada Sesión "Madre de la Iglesia". Ella, que nos ha prodigado su amorosa asistencia desde el principio del Concilio, no dejará ciertamente de continuarla hasta la fase final de los trabajos.
Cinco meses después, el 15 de septiembre de 1965, publicaba Pablo VI su cuarta encíclica, la segunda dedicada a la Virgen María, titulada Christi Matri. Al igual que la anterior, se trataba de un escrito breve, de tono exhortativo, cuya finalidad principal era llamar a los fieles a intensificar la oración dirigida a la Virgen María, ahora, durante el mes de octubre. El motivo de esta nueva llamada a la oración es la situación de creciente tensión que amenaza la paz internacional. El Papa ahora invoca a María con el título “Madre de la Iglesia” y deja luminosas pinceladas sobre su significado y su fundamentación en la tradición de la Iglesia:
Estando acostumbrada la Iglesia a acudir a su Madre María, eficacísima intercesora, hacia ella dirigimos con razón nuestra mente y la vuestra, venerables hermanos, y la de todos los fieles; pues ella, como dice San Ireneo, «ha sido constituida causa de la salvación para todo el género humano». Nada Nos parece más oportuno y excelente que el que se eleven las voces suplicantes de toda la familia cristiana a la Madre de Dios, que es invocada como «Reina de la paz», a fin de que en tantas y tan grandes adversidades y angustias nos comunique con abundancia los dones de su maternal bondad. Hemos de dirigirle instantes y asiduas preces a la que, confirmando un punto principal de la doctrina legada por nuestros mayores, hemos proclamado, con aplauso de los Padres y del orbe católico, durante el Concilio Ecuménico Vaticano Segundo, Madre de la Iglesia, esto es, madre espiritual de ella. La Madre del Salvador, como enseña San Agustín, es «claramente madre de sus miembros»; con el que coincide San Anselmo, el cual entre otras cosas escribe estas palabras: «¿Puede considerarse algo más digno, que el que seas tú madre de los que Cristo se ha dignado ser padre y hermano?»; más aún, a ella la llama nuestro predecesor León XIII, «verdaderamente madre de la Iglesia». No ponemos en vano, pues, en ella la esperanza, conmovidos por esta temible perturbación (CM 5).
Pablo VI hilvana citas patrísticas y medievales para explicar que el título “Madre de la Iglesia” se fundamenta en su especial colaboración en la obra redentora (san Ireneo); se refiere a una maternidad espiritual por el vínculo inseparable entre Cristo y sus miembros (san Agustín); es título de honor (san Anselmo); y ya hay algún precedente en el magisterio pontificio (León XIII).
Si en la Alocución de clausura de la Tercera Sesión del Concilio Vaticano II veíamos la declaración del título con su fuerza dogmática, ahora, en esta encíclica, se nos presenta el título en su vertiente orante. El objetivo de la formulación de un título mariano no es aumentar la erudición del pueblo fiel, sino alimentar su vida de fe mediante el trato filial con María. De poco nos valdría formular precisos nombres sobre María si no nos ayudaran a crecer en familiaridad filial hacia Ella.
3. La Exhortación Apostólica Signum Magnum (13.5.1967)
Justamente para fortalecer la devoción y el culto a María, invocada como Madre de la Iglesia, un año después Pablo VI publicó la Exhortación Apostólica Signum Magnum sobre la necesidad de venerar e imitar a Santa María Virgen, Madre de la Iglesia y ejemplo de todas las virtudes. La Exhortación está fechada el mismo día que el Papa peregrinaba a Fátima para conmemorar el cincuenta aniversario de las apariciones de la Virgen María y el vigésimo quinto aniversario de la consagración del mundo al Inmaculado Corazón de María, llevada a cabo por Pío XII. Tanto las intervenciones durante la peregrinación a Fátima como la nueva Exhortación arrojan luces importantes sobre el alcance y significado de nuestro título.
a) Peregrinación a Fátima (13 de mayo de 1967)
Durante la celebración de la Santa Misa en la Basílica de Nuestra Señora de Fátima, el Papa presentó a la Virgen María una doble súplica: por la paz interior de la Iglesia y por la paz del mundo. Con la mirada puesta en el Concilio Vaticano II, clausurado hacía apenas un año y medio, el Papa reconoce que el Concilio ha despertado muchas energías en el seno de la Iglesia a la vez que advierte del daño que supondría que esas energías se convirtieran en una inquietud disolvente de la fe. Por eso, Pablo VI eleva súplicas a María para que la Iglesia sea siempre fiel a su identidad y misión.
Nos queremos pedir a María una Iglesia viva, una Iglesia verdadera, una Iglesia unida, una Iglesia santa. Nos ahora con vosotros queremos rezar para que las esperanzas y las energías, suscitadas por el Concilio, hagan madurar en grandísima medida los frutos del Espíritu Santo, de quien proviene la verdadera vida cristiana […] Nos queremos rezar para que el culto de Dios ahora y siempre reine en el mundo y su ley informe la conciencia y la vida del hombre moderno. La fe en Dios es la luz suprema de la humanidad; y esta luz no sólo no debe apagarse en el corazón de los hombres, sino que debe más bien reavivarse por el estímulo que le viene de la ciencia y del progreso […] Vosotros sabéis que el mundo está en una fase de gran transformación debido a su enorme y maravilloso progreso en el conocimiento y en la conquista de las riquezas de la tierra y del universo. Pero sabéis también y veis que el mundo no es feliz, no está tranquilo; y la primera causa de su inquietud es la dificultad para la concordia, la dificultad para la paz. Todo parece empujar al mundo a la fraternidad, a la unidad; y sin embargo dentro de la humanidad surgen todavía, y tremendos, conflictos continuos. Dos motivos principales hacen grave esta situación histórica de la humanidad: está cargada de armas terriblemente mortales; y moralmente no está tan avanzada como en el campo científico y técnico. Y más aún, gran parte de la humanidad se encuentra todavía en estado de indigencia y de hambre, a la vez que se ha despertado en ella la inquieta conciencia de sus necesidades y del bienestar de los demás. Por eso, Nos decimos: el mundo está en peligro. Por eso hemos venido a los pies de la Reina de la paz a pedirle como don, que sólo Dios puede dar, la paz .
Importa advertir la preocupación constante de Pablo VI por responder a los “problemas actuales” de la Iglesia y del mundo. Todas sus enseñanzas recogen esa preocupación. Pero es igualmente importante advertir que esa preocupación no estaba alentada por los vientos cambiantes de las modas sino por la conciencia clara de que en medio de los vaivenes del mundo la enseñanza de la Iglesia se caracteriza por su seguridad y estabilidad.
Las preocupaciones por la paz y por la fe, manifestadas en forma de súplica al peregrinar a Fátima en 1967, bien se pueden entender como los ejes vertebradores del ministerio pontificio de Pablo VI hacia fuera de la Iglesia (la paz y los caminos para alcanzarla) y hacia dentro de la Iglesia (la fe, su acogida, defensa y transmisión).
b) La Exhortación Signum Magnum
Así, en el contexto de la peregrinación a Fátima, exhortando a los fieles a pedir a la Virgen María el don de la paz, Pablo VI hizo pública la Exhortación Signum Magnum, donde encontramos una exposición ulterior sobre el sentido del título mariano “Madre de la Iglesia”.
El documento comienza recordando la emoción con la que el Papa proclamó, al concluir la tercera sesión del Concilio, a la Madre de Dios “Madre espiritual de la Iglesia, es decir, de todos los fieles y santos pastores”. Consciente de encontrarse en Fátima, donde la Virgen es venerada por multitud de fieles por su corazón materno y compasivo, Pablo VI formula el propósito de este nuevo documento: «deseamos volver a llamar, una vez más, la atención de todos los hijos de la Iglesia sobre el inseparable vínculo existente entre la maternidad espiritual de María… y los deberes de los hombres redimidos para con Ella, en cuanto Madre de la Iglesia». La Exhortación, pues, desea ampliar la explicación de este título mostrando las consecuencias que se derivan de él para la vida de los fieles. El Papa se centrará en dos puntos: el culto y la imitación de María. Entiende Pablo VI que la profundización de estas dos dimensiones de la maternidad de María sobre la Iglesia no sólo será de gran provecho para todos los fieles, sino que comportará la renovación de la vida cristiana.
El primero de los puntos -el culto a María como Madre de la Iglesia- se apoya en una verdad fundamental: «María es Madre de la Iglesia no sólo porque es Madre de Jesucristo y su intimísima Colaboradora [Socia] en la nueva economía…, sino también porque resplandece como modelo de virtud ante la comunidad entera de los elegidos». Que María sea Madre de Cristo y Colaboradora estrechísima en la economía de la salvación significa -sigue el Papa- que «Ella continua ahora desde el cielo cumpliendo su función materna de cooperadora en el nacimiento y desarrollo de la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos». Ésta es para Pablo VI una consolantissima verità que forma parte del misterio de la salvación humana.
Se pregunta después el Papa cómo colabora María al aumento de los miembros del Cuerpo místico en la vida de la gracia. De dos maneras, responderá: mediante su oración incesante y mediante el ejemplo de su perfecta fidelidad a la gracia. La Virgen María, colmada de alegría en la contemplación de la Trinidad Santa, no se olvida de los hijos que su Hijo le ha encomendado y, contemplándolos en Dios y percibiendo sus necesidades, en comunión con Jesucristo, se convierte en su “Abogada, Auxiliadora, Socorro y Mediadora” (LG 62).
Consciente de que estos títulos marianos podrían ser malinterpretados en perjuicio de la mediación única y universal de Jesucristo, Pablo VI explica el modo singular de cooperación de la Madre de la Iglesia a la obra redentora de su Hijo:
No se piense que la intervención maternal de María traiga perjuicio a la eficacia predominante e insustituible de Cristo, nuestro Salvador. Al contrario, esa intervención recibe de la mediación de Cristo su fuerza y es una prueba luminosa de ella. No se agota, sin embargo, en el patrocinio junto al Hijo la cooperación de la Madre de la Iglesia en el desarrollo de la vida divina en las almas. Ella ejerce sobre los hombres redimidos otra influencia: la del ejemplo.
María, en efecto, en cuanto Madre de la Iglesia es cooperadora en la obra redentora de Cristo mediante el ejemplo luminoso de su perfecta fidelidad a la gracia. La eminente santidad de María no fue sólo un don singular de la liberalidad divina, sino que fue, además, «el fruto de la continua y generosa correspondencia de su libre voluntad a las mociones internas del Espíritu Santo».
Las páginas evangélicas muestran ejemplos luminosos de las virtudes de María Santísima, que han sostenido la piedad de los fieles a lo largo de los siglos. Pablo VI, uniéndose a la contemplación admirada de las virtudes marianas, las proclama una vez más para que los fieles, acudiendo a Ella, experimenten el beneficio de su ejemplo admirable y de su intercesión poderosa:
Nos, pues, uniéndonos a los Evangelistas, a los Padres y a los Doctores de la Iglesia, recordados por el Concilio Ecuménico en la Constitución dogmática Lumen Gentium (cap. VIII), llenos de admiración contemplamos a María firme en la fe, pronta en la obediencia, simple en la humildad, exultante en el proclamar la grandeza del Señor, ardiente en la caridad, fuerte y constante en el cumplir su misión hasta el holocausto de sí misma, en plena comunión de sentimientos con su Hijo, que se inmolaba en la cruz para dar a los hombres una vida nueva.
Después de proclamar la verdad de la colaboración de María, en cuanto Madre de la Iglesia, en la obra redentora de Cristo al estar asociada a Él y ser modelo de virtud y fidelidad a la gracia, el Papa saca las consecuencias para los fieles en el orden de la devoción y culto, y de la imitación. Proclamar a María como “Madre de la Iglesia” comporta para los fieles tres deberes fundamentales: primero, unirse a toda la Iglesia en la acción de gracias a Dios por haber realizado obras grandes en María para bien de toda la humanidad; segundo, tributar a la Virgen un culto de alabanza, reconocimiento y amor; tercero, imitar las virtudes de María como camino seguro para imitar en todo a su Hijo. Tal es el camino que la tradición ha custodiado y que Pablo VI vuelve a proponer: “A Jesús por María”.
Concluye el Papa la Exhortación, recordando que, si bien la maternidad espiritual de María trasciende el tiempo y el espacio, y pertenece a la historia universal de la Iglesia, el nuestro es un tiempo especialmente mariano. De ahí dos exhortaciones finales: recibir con responsabilidad el mensaje mariano que llama a la oración, a la penitencia y al temor de Dios, y renovar la consagración personal al Corazón Inmaculado de María. Con la primera de las exhortaciones, Pablo VI asumía el mensaje de la Virgen de Fátima a los pastorcillos, ofreciéndonos además el modo adecuado de recibir las revelaciones particulares cuando éstas han sido aprobadas por la Iglesia. Estas revelaciones no se superponen a la Palabra divina, escrita y transmitida, que permanece viva en la Iglesia, sino que está al servicio de Ella, en cuanto ayudan a su acogida en un momento preciso de la historia.
Un mensaje, además, de suma utilidad para hoy llegar a los fieles de parte de Aquella que es la Inmaculada, la Toda Santa, la Cooperadora del Hijo en la obra de restauración de la vida sobrenatural en las almas. Contemplando, en efecto, devotamente a María, toman de Ella incentivo para la oración confiada, empuje para la práctica de la penitencia, estímulo para el temor santo de Dios. Y es justamente en esta elevación mariana que escuchan resonar con más fuerza las palabras con las que Jesucristo, anunciando la llegada del reino de los cielos, decía: 'Haced penitencia y creed en el evangelio' (Mc 1,15); y su severa amonestación: 'si no hacéis penitencia, pereceréis de igual manera' (Lc 13,5). Urgidos, pues, por el amor y por el propósito de aplacar a Dios por las ofensas realizadas a su santidad y a su justicia, y animados a la vez por la confianza en su infinita misericordia, debemos soportar los sufrimientos del espíritu y del cuerpo, de modo que expiemos nuestros pecados y los del prójimo y así evitemos la doble pena: de daño y de sentido, es decir, la pérdida de Dios, Sumo Bien, y el fuego eterno (cf. Mt 25, 41; LG 48).
Con la segunda invitación final (renovar la consagración a María) recordaba el Papa el vigésimo quinto aniversario de la consagración de la Iglesia y del género humano a María, realizada por Pío XII el 31 de octubre de 1942 y renovada por el mismo Pablo VI el 21 de noviembre de 1964. La invitación del Papa a renovar personalmente esta consagración era presentada como un modo eficaz y concreto de unir las dos verdades profundizadas en la Exhortación a propósito del título mariano “Madre de la Iglesia”: la colaboración de María en la obra redentora al estar asociada a su Hijo y ser modelo de virtud, y el deber de honrar a María con el culto, la devoción y la imitación:
Y puesto que este año se recuerda el XXV aniversario de la solemne consagración de la Iglesia y del género humano a María, Madre de Dios, y a su Corazón Inmaculado… exhortamos a todos los hijos de la Iglesia a renovar personalmente la propia consagración al Corazón Inmaculado de la Madre de la Iglesia, y a vivir este nobilísimo acto de culto con una vida cada vez más conforme a la voluntad divina, en un espíritu de filial servicio y de devota imitación de su celeste Reina.
La Exhortación Signum magnum constituye, en síntesis, una mayor profundización del título “Madre de la Iglesia” en dos direcciones: la cooperación de María en la obra de la redención y los deberes que se siguen para los fieles de invocar a la Virgen con tal título.
4. La Profesión de Fe de Pablo VI (el Credo del Pueblo de Dios) (29.6.1968)
Nos ocupamos finalmente en este estudio de la doctrina mariana del llamado Credo del Pueblo de Dios, donde volvemos a encontrar el título “Madre de Dios” formando parte, por primera vez en la historia de los credos, de una Profesión de fe. [EL TEXTO DE ESTE "MOTU PROPIO" ACCESIBLE AQUÍ]
El domingo 30 de junio de 1968, pasadas las 19:30 horas, durante la celebración de la Santa Misa en la Plaza de San Pedro de la Ciudad del Vaticano, el Sucesor de Pedro, poco antes de la recitación litúrgica del Credo, proclamó una solemne Profesión de fe, construida sobre el Credo del primer Concilio ecuménico, el Símbolo de Nicea (325). Con esta celebración se concluía el primer Año de la fe, convocado por el Santo Padre para conmemorar el decimonoveno centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo. El Papa concibió este Año como una consecuencia y exigencia del postconcilio, consciente de las graves dificultades del momento.
Con el nuevo Credo, Pablo VI no quiso añadir definiciones a las formulaciones recibidas de la Tradición. Más bien, quiso expresar la fe de siempre en el contexto de la época, subrayando algunos enunciados fundamentales. En la mañana previa a la proclamación del Credo, el mismo Papa se refirió a él como una paráfrasis del Símbolo de Nicea, ampliada para fortalecer en los fieles la certeza y la claridad de la fe común y tradicional.
El Papa repite sustancialmente el símbolo de Nicea con algún desarrollo o explicación exigida por las condiciones espirituales del momento. A este símbolo se han añadido dos clases de explicaciones: i) definiciones dogmáticas de concilios y pontífices anteriores; ii) explicaciones para fijar el verdadero sentido de la fe de la Iglesia en algunos dogmas y verdades. La novedad dentro de la literatura simbólica está en que en el Credo de Pablo VI, las dos series de explicaciones no se añaden a continuación del Niceno (como en el Laterano IV, Lyon II o después de Trento); aquí se insertan, dentro del esquema del mismo símbolo, en el lugar que ha parecido lógicamente más oportuno. El resultado del procedimiento ha sido quedar roto el esquema fundamentalmente ternario de los viejos símbolos, creándose un esquema original, subrayado literariamente por la repetición del verbo creemos, frente al clásico esquema ternario que se articulaba sobre un solo Credo a través de la partícula et, et.
La formulación de la doctrina de la Iglesia sobre la Santísima Virgen María aparece en los números 14 y 15, después de completar la confesión sobre cada una de las Personas divinas.
14. Creemos que la Bienaventurada María, que permaneció siempre Virgen, fue la Madre del Verbo encarnado, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, y que ella, por su singular elección, en atención a los méritos de su Hijo redimida de modo más sublime, fue preservada inmune de toda mancha de culpa original y que supera ampliamente en don de gracia eximia a todas las demás criaturas.
15. Ligada por un vínculo estrecho e indisoluble al misterio de la encarnación y de la redención, la Santísima Virgen María, Inmaculada, terminado el curso de la vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste, y hecha semejante a su Hijo, que resucitó de los muertos, recibió anticipadamente la suerte de todos los justos; creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo, por el que contribuye para engendrar y aumentar la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos.
La inclusión de un amplio pasaje dedicado a la Santísima Virgen es una gran novedad sin precedentes en la historia literaria de los Símbolos de fe. Llama la atención que estos párrafos se encuentren después de la confesión del misterio trinitario y antes de la soteriología y de la eclesiología. Se apunta así el lugar propio de la Virgen María en la Historia de la Salvación: Madre del Hijo de Dios, cooperadora singular en la obra redentora y Madre de la Iglesia. Empieza por la afirmación del dogma fundamental mariano: la maternidad divina. Continúa con la profesión de fe en la virginidad perpetua de María, subrayando la permanencia perpetua de la virginidad y la integridad de su virginidad: el aspecto biológico no es algo accesorio y secundario, sino esencial y dogmático. La concepción inmaculada tiene como raíz la elección divina de María para Madre de Dios. Se propone la redención de María como objeto de fe; una redención más excelente, que no es otra cosa sino la preservación de pecado original. La fe en la Asunción de María se enuncia con las palabras de la definición dogmática de 1950, pero se subraya el carácter de anticipación que tiene la Asunción con referencia a la situación gloriosa final de todos los justos. La maternidad espiritual de María se afirma también como objeto de nuestra fe. Se emplean las afirmaciones de la Constitución conciliar Lumen Gentium y se asume el título de María, Madre de la Iglesia. Lo interesante es que se presenta esta doctrina como objeto de fe, precedida del verbo credimus.
Conclusión
¿Por qué concede Pablo VI el título de “Madre de la Iglesia” a la Virgen María? Podemos ahora responder en tres momentos.
En primer lugar, al advertir la orientación fundamental de su pontificado, descubrimos lo que ya se ha afirmado: no estamos ante un simple título devocional, sino ante una verdadera declaración doctrinal. El título ilumina, sí, el lugar de María en la historia de la Salvación, su inserción en el misterio de Cristo y su relación con la Iglesia. Pero nos ofrece, además, en relación circular, una clave fundamental para comprender el misterio mismo de la Iglesia.
En segundo lugar, el título ayuda a comprender el alcance de la maternidad espiritual de la Virgen María sobre los fieles, no sólo en su relación personal con ella, sino además en cuanto miembros del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. Con este título, Pablo VI afirmaba que la acción maternal de María se extiende al Cuerpo místico en cuanto tal. O, dicho de otra manera: si María es Madre espiritual de todos y cada uno de los fieles, lo es por ser Madre de la Iglesia. La maternidad sobre cada cristiano individual es consecuencia de su maternidad sobre la comunión de la Iglesia en cuanto tal. Vivir como hijos de María implica siempre un mayor sentido de pertenencia eclesial, pues su maternidad sobre cada uno, deriva de su solicitud sobre todos los que forman la comunión de la Iglesia.
Se ha advertido con razón que la definición de Pablo VI no cerraba la reflexión teológica sobre su lugar en el misterio de Cristo y su relación con la Iglesia. Así lo recordaba el P. Aldama:
El Papa intentó superar las diferencias con una fórmula que envolviese al mismo tiempo la afirmación de que María pertenecía a la Iglesia y era uno de sus miembros, aunque singular y eminentísimo [postura eclesiotípica], y la afirmación de que María era, además, Madre de la Iglesia [postura cristotípica]. Pero Pablo VI no hizo otra cosa sino sugerir una solución, señalar un camino.
En tercer, y último lugar, el título ha acompañado al papa Pablo VI en el cumplimiento del ministerio petrino. Su alcance se descubre no sólo en el valor doctrinal del mismo, sino en sus implicaciones para el culto y la piedad de los fieles. Al inicio de su pontificado, en el mensaje dirigido al mundo entero, Pablo VI confiaba su ministerio a la protección amorosa de la Virgen María:
En el momento de iniciar nuestro grave ministerio estamos sostenidos por las palabras reconfortantes de Jesús, que prometió a Pedro y a sus sucesores permanecer siempre junto a la Iglesia “hasta la consumación de los siglos”. Estamos sostenidos por la protección maternal de la bienaventurada Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, a la que confiamos desde su inicio nuestro pontificado. Estamos sostenidos también por la ayuda y la oración de los apóstoles Pedro y Pablo y de todos los santos.
La providencia ha querido que el mismo año que la Iglesia ha celebrado, por mandato del papa Francisco, la memoria litúrgica de la Virgen María, Madre de la Iglesia, el beato Pablo VI fuera canonizado. San Pablo VI nos enseña así, con su magisterio y testimonio de vida, que vivir en la Iglesia bajo la protección maternal de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, es el camino seguro de santificación.