En cuanto Ella afirma todo lo venidero, por eso también afirma el cristianismo con todo lo que albergará de nuevo, de inesperado, de insuperable, acuña el carácter del sí cristiano en general y a la vez de su forma más perfecta: el voto cristiano. Su sí es un voto de obediencia a la vez que de castidad y pobreza. Contiene en su renuncia única una renuncia triple, pues en un sí la Madre se desapropia de todo lo suyo a favor de Dios y de los hombres. Su sí coincide con la obediencia; si Ella elige el sí como forma de vida, entonces elige la obediencia como su vida. Haciéndolo, se desapropia también de su cuerpo. Se lo ha regalado a Dios, como ha hecho con todas las cosas, y por tanto Ella misma no puede más disponer de él, y por eso tampoco puede regalárselo a un hombre. Ella no podría servir perfectamente con su cuerpo, si al mismo tiempo no pusiera todo lo que posee en ese servicio.
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Esta esencia del sí se vuelve a encontrar en todo sí cristiano que el hombre pronuncia, y de ese modo el sí de la Madre se ha transformado en condición y modelo, en fuente de todo sí cristiano futuro. Pues aquí, por primera vez, se hace manifiesta la conexión indisoluble, el misterioso matrimonio entre el sí divino y el creado, y el fruto de esa unión es el Redentor del mundo. Y si María no pronuncia su sí sin la gracia del Hijo, entonces Él no se hace hombre sin el sí de la Madre. El sí y la redención están tan entrelazados uno en el otro, tan inseparablemente unidos, que la criatura no puede dar ningún sí sin ser redimida, pero tampoco es redimida sin haber dado de algún modo su sí a ella. Ese misterio tiene su fuente en el sí de María, pues su sí único ha sido suficiente para que el Señor encarnado diga sí a todos los hombres. Su sí, por tanto, tiene un carácter representativo vicario como lo tiene el sí del Señor.
El sí de María es triple. Ella dice sí al ángel, a Dios y a sí misma. Dice sí al ángel como simple respuesta a su aparición, como la promesa que un hombre puede hacer en el momento en que es interpelado. Ese sí, como toda promesa real que un hombre puede hacer, va más allá de lo que él puede abarcar con su mirada. La situación de quien dice sí es como un germen que no puede prever más su desarrollo. Pero toda promesa vinculante y seria otorga una mirada en la actitud general del alma y se convierte quizá en su quintaesencia viva. La actitud de la Madre se aclara en sus promesas, porque Ella está frente al ángel y ha de dar su respuesta. El ángel y la respuesta están frente a frente complementándose mutuamente y juntos encarnan en Dios una sola realidad. En el momento del encuentro, forman una unidad del cumplimiento. La gracia en María es la que la hace encontrarse con el ángel, y Dios, por su parte, es el que se digna enviar al ángel esa gracia capaz de esperar. Tanto el sí como el ángel expresan la actitud de María.
El encuentro de ambos deviene expresión y punto de reunión de la plenitud de la gracia: la gracia de Dios en María y la gracia que Dios le envió por medio del ángel se tocan en un encuentro adecuado. María vivía desde hace mucho a la espera del ángel; pero ahora el momento está ahí, en ese instante Ella debe encontrarlo y el ángel serle enviado. Si Ella no se hubiera preparado en vista del ángel y si el ángel no hubiera sido enviado, hubiera podido vivir esperándolo por mucho tiempo más sin encontrarlo y el ángel hubiera podido buscar por toda la eternidad a alguien que conviniera a ese saludo. Ambos se encuentran en la misma plenitud de la gracia de Dios. Todo en su encuentro está plenamente concebido y ha madurado con vistas a este momento.