Y al suprimirla exigió, sin embargo, una adoración más cumplida y perfecta que la que le rindieron, temblando y a distancia, los judíos… Cuántos cristianos bautizados solo en la piel, judíos en el alma y que viven de temblor exagerado…, que si Jesús les hablara, si les dijera figlioli,”hijitos”, amici mei, “amigos míos”…, morirían, no de emoción y de amor, sino de espanto.
En cuanto a mí, dejadme decir y repetir hasta la saciedad: “Cállense en buena hora todos los Moisés y los profetas… Cállense los hombres cuyas voces, por melifluas que parezcan, me sofocan… Cállense las criaturas-ruiseñores, que mi alma tiene ansias de oírte a ti, Jesús, solo a ti, que tienes palabras de vida eterna y de amor… ¡Déjame oírte para predicarte a ti, Jesús auténtico, Amor de amores, Hijo del Dios vivo e hijo de María!”.
Oídme: detesto mil veces más un jansenista que cien protestantes, y aún más que un descreído.
Recuerdo que un señor que se las daba de católico como el que más, me decía: “¿Yo, Padre, colocar en mi salón un Corazón de Jesús? Jamás. ¡Qué falta de respeto, no faltaba más!”. ¿Qué hubiera hecho este católico flamante si hubiese visto con sus ojos al Rey de reyes codeándose con pecadores y buscando, Él mismo, la confianza y la familiaridad de los publicanos y de tanta otra gente, por cierto, muy poco recomendable y distinguida?...
Qué de veces tales respetos no son sino máscara de respetos humanos…, y también de soberbia. ¡Como si Aquel a quien los desposados de Caná invitaron a presidir el banquete de bodas, no pudiera sentirse honrado y en un salón que se dice cristiano! ¿No es Él, por ventura, el Rey de los reyes? (Ap 17,14; 19,16).
¡Ah! ¡Qué tristemente cierto es que, después de veinte siglos de cristianismo, el Amor no es amado, no es amado, mil veces no! No predicamos bastante el amor de Jesucristo y, sin embargo, esta caridad no es un sentimentalismo enfermizo, no. ¡Amar es una llama, amar es una vida, y qué vida!
Y todo esto viene, en parte al menos, de que no se lee ni menos se medita el Evangelio, en el que resalta a cada página un solo anhelo divino: el de la íntima familiaridad con el hombre. Por ventura, ¿tuvieron miedo de Jesús aquellos pequeñuelos de Galilea que se arrojaban entre sus brazos, que se embelesaban en sus ojos, que descansaban sobre su Corazón? ¡Ah!, cuando, por fuerza, los arrancaban de este nido, qué presto volvían a Él, atraídos, imantados por el pecho del Maestro.
¿Cómo queréis que se le conozca, que se le ame con divina pasión, cuando nuestro cristianismo y nuestra piedad no se basan en su acercamiento e intimidad? ¿Cómo amarle con santa y deliciosa embriaguez, cuando le contemplamos desfigurado y a distancia? En cambio,
Quien oyó tu dulzura,
¿qué no tendrá por sordo y desventura?
(Fray Luis de León)